Vivo en un barrio céntrico y residencial llamado Almagro, en Buenos Aires. Poco a poco los venezolanos lo hemos ido conquistando. No es raro escucharnos en las veredas; en el supermercado, hay empleados de Mérida, San Cristóbal y Los Teques; muy cerca del gimnasio, hace poco abrieron una especie de dulcería que se llama El Junquito, y en una de las esquinas está una heladería con nombre gringo cuyo personal es 95% venezolano. Pero este viernes, 28 de junio, no vi nada inusual: ni banderas albicelestes, ni banderas tricolores; ni camisetas de Messi, ni de Tomás Rincón. Quizá la gente las lleva bajo las acolchadas chaquetas que usan para protegerse del frío, pero no me consta. En un rato va a ganar Argentina, pero a esta hora (3:30 p.m.) nadie lo sabe y yo quiero dejar que la gente que sufre de o por fútbol me sorprenda.
Se trata de un encuentro trascendente, las selecciones se disputarán el puesto para ir a la semifinal de la Copa América que este año se juega en Brasil. Falta poco más de media hora para que un árbitro pite el inicio y yo, que salí a buscar incisivamente alguna pincelada del fervor futbolero que -uno cree- se vive en toda la capital rioplatense, aún no noto nada llamativo.
Por eso voy hasta Microcentro, zona donde edificios de oficinas, restaurantes y cafés. Quizá dar una vuelta por el Obelisco y sentarme en un local futbolero sea una forma de acercarme a lo que busco. Entro al subte, que es el metro porteño, y por primera vez veo algo alusivo al encuentro. Son unos chicos argentinos que parecen haber salido de la escuela secundaria hace minutos. Uno tiene una bandana sobre su frente y otro una bandera de capa. Lucen muy confiados y sonríen. Después de eso, en el trayecto logro escuchar un celular que transmite la previa. Al acercarme me percato de que es un venezolano quien lo sostiene. Cuando salgo del vagón escucho que adentro una señora pregunta a su acompañante: «¿a quién le vamos hoy?», pero no logro escuchar la respuesta.
La pareja argentina de mi mejor amigo me dice por teléfono que hoy va a la vinotinto, pero en un rato me daré cuenta de que lo dice en broma.
Camino por el centro de la ciudad y absolutamente todas las pantallas de televisión que encuentro desde que salgo de la boca del subte hasta que escojo un punto para sentarme, transmiten el partido. Esto incluye las TV’s de zapaterías, kioscos, restaurantes, tiendas de ropa, ferreterías… En un bar que se suele llenar de gente después de las cinco de la tarde por sus promos after-ofice, no hay espacio para nadie más y desde afuera veo las pantallas: ya los jugadores cantan el himno. Distingo el rostro de Messi y me doy cuenta del ánimo de los asistentes al verlo. Pero como no hay puesto, decido finalmente ir al café donde el año pasado vi el primer partido de Argentina en el mundial.
Antes de llegar, en una dietética en la que la Harina Pan es un producto llamativo, escucho a una gocha decirle a su jefa porteña que está por empezar el partido. Ella, como explicándole que es la noticia más importante del día, le responde que sí, que empieza a las 4 y que se juegan el pase a la semifinal.
Entro en el café un minuto después y me atiende la misma señora -rubia, cuarentona, con una franela de algodón con franjas azules y blancas- del año pasado. Se disculpa al notar mi tonada -como le dicen aquí al acento.
–Perdoná, pero es la Selección– dice y yo, que no había entendido el comentario, le respondo que no hay problema.
— Parece que soy la única venezolana– le advierto después y un tercero se mete en la conversación
— Y bien que lo digas bajito — se sonríe.
Escojo un puesto con vista a la TV y agradezco el espejo que cubre la pared de enfrente porque me permite ver a todos los asistentes. Distingo entonces, el reflejo del señor que está a mi lado izquierdo: tiene un vaso con fernet y para picar le sirvieron aceitunas y queso en cuadros. El anciano, de lentes transparentes, luce un suéter azul marino y cuando afino la mirada noto que su camisa es blanca con rayas delgadas celestes. Sonrío.
Justo a mis espaldas cuatro personas, que no parecen venir juntas, están sentadas e hipnotizadas por la transmisión. Dos de ellas tienen suéteres azules y empiezo a pensar en la casualidad. El muchacho de más atrás tiene un gorro azul eléctrico, y el que atiende, una franela gris azulado: no es casualidad. Tampoco lo es, el suéter vinotinto que decidí ponerme más temprano. Solo desentona el que está sentado a mí derecha que carga un suéter naranja, casi rosado.
A los nueve minutos de partido Lautaro Martínez anota el primer gol y se escucha en el café, que por cierto se llama Tango, una celebración seca. Me lamento, pero veo los rostros de todas las personas en el lugar, es una alegría comúnmente sufrida. No hay efervescencia, ni locura. Una celebración cauta y corta. «Argentina siempreee», leo en mi Instagram al novio de mi amigo.
Poco después entra una mujer pelinegra y sin maquillaje al café, se sienta silenciosa en una esquina y acomoda la mesa para dos. Por un momento pienso que es paisana y durante todo el primer tiempo me convenzo de eso. En un tiro de esquina peligroso, la ansiedad de todos se rompe y escucho la primera puteada.
Proviene del que me advirtió que no dijera muy alto mi nacionanalidad, que está sentado en la barra cerca de la caja. De un salto sale a la calle y lo veo fumando un cigarrillo detrás de la gran vidriera que nos separan de la acera. Esa zona se vuelve un nido de chismosos, que aún sin permanecer mucho tiempo se hermanan ante el alivio de un resultado a favor. La escena se repite con rostros cambiados durante los 90 minutos.
Vamos a entretiempo y concibo lo extraño que fue ser consciente de los 45 minutos de silencio que acabo de vivir. El de al lado está tomando el primer sorbo de su bebida desde que llegué y también come una aceituna, el resto ya no mira hacia arriba, se concentran en sus cafés, en sus celulares, que habían sido ignorados por tanto tiempo, y hablan entre sí. Escucho comentarios sobre el partido entre Brasil y Paraguay, lo bien que juega el goleador, y otras obviedades. El de la derecha saca un grueso libro sobre Manuel Belgrano, un prócer de aquí, y solo se distrae de leer cuando una chica en minifalda estampada pasa por la calle. Algunos consumidores se despiden y se marchan.
Nuevo pitazo, nuevo tiempo y Venezuela arranca inspirada. Ataque tras ataque se traducen en la tensión que percibo en mi propio cuerpo ( mi pierna se mueve impaciente ) y en los ceños de los presentes. Una falta dura de un jugador argentino a un vinotinto nos suelta una expresión de dolor y el fumador, que en el entretiempo consumió otro cigarro fuera, sentencia:
— Si hubiera sido al revés ya estaríamos puteando — y cruzamos la mirada.
No hay muchos comentarios más. El del al lado le insiste a la señora que atiende que vea el partido porque «estamos ganando, che», pero ella está decidida a no verlo. Su mirada se pasea en lo que está más allá de la vidriera, en la cafetera y en nosotros. No hace falta ver lo que se siente.
Llega apresurado el novio de la pelinegra y por el beso tan porteño que se dan empiezo a pensar que quizá me equivoqué y no es venezolana. También llega una rubia a quien acomodan a mi derecha. Pide medialunas y café, voltea su iPhone contra la mesa y se aliena, como el resto, ante los 22 futbolistas sobre el césped que tenemos una hora viendo.
Cuando marcan el segundo gol confirmo mi última sospecha. La pelinegra se alegra. Junto a ella, y ante mi tristeza expresada en groserías, todos gritan esa anotación con alivio y aún cuando falta poco para que acabe el partido siguen expectantes y atentos. Su alegría es tan efímera, pienso.
Final del partido y a mi celular llega otra notificación: «Argentina hasta la muerte». Todos se empiezan a enfundar con sus ropas de invierno, algunos sonríen, pero muy poco. Ya empiezan a pensar que el próximo partido es contra Brasil en casa y ese sí que será imposible.
Foto: referencial
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Vivo en un barrio céntrico y residencial llamado Almagro, en Buenos Aires. Poco a poco los venezolanos lo hemos ido conquistando. No es raro escucharnos en las veredas; en el supermercado, hay empleados de Mérida, San Cristóbal y Los Teques; muy cerca del gimnasio, hace poco abrieron una especie de dulcería que se llama El Junquito, y en una de las esquinas está una heladería con nombre gringo cuyo personal es 95% venezolano. Pero este viernes, 28 de junio, no vi nada inusual: ni banderas albicelestes, ni banderas tricolores; ni camisetas de Messi, ni de Tomás Rincón. Quizá la gente las lleva bajo las acolchadas chaquetas que usan para protegerse del frío, pero no me consta. En un rato va a ganar Argentina, pero a esta hora (3:30 p.m.) nadie lo sabe y yo quiero dejar que la gente que sufre de o por fútbol me sorprenda.
Se trata de un encuentro trascendente, las selecciones se disputarán el puesto para ir a la semifinal de la Copa América que este año se juega en Brasil. Falta poco más de media hora para que un árbitro pite el inicio y yo, que salí a buscar incisivamente alguna pincelada del fervor futbolero que -uno cree- se vive en toda la capital rioplatense, aún no noto nada llamativo.
Por eso voy hasta Microcentro, zona donde edificios de oficinas, restaurantes y cafés. Quizá dar una vuelta por el Obelisco y sentarme en un local futbolero sea una forma de acercarme a lo que busco. Entro al subte, que es el metro porteño, y por primera vez veo algo alusivo al encuentro. Son unos chicos argentinos que parecen haber salido de la escuela secundaria hace minutos. Uno tiene una bandana sobre su frente y otro una bandera de capa. Lucen muy confiados y sonríen. Después de eso, en el trayecto logro escuchar un celular que transmite la previa. Al acercarme me percato de que es un venezolano quien lo sostiene. Cuando salgo del vagón escucho que adentro una señora pregunta a su acompañante: «¿a quién le vamos hoy?», pero no logro escuchar la respuesta.
La pareja argentina de mi mejor amigo me dice por teléfono que hoy va a la vinotinto, pero en un rato me daré cuenta de que lo dice en broma.
Camino por el centro de la ciudad y absolutamente todas las pantallas de televisión que encuentro desde que salgo de la boca del subte hasta que escojo un punto para sentarme, transmiten el partido. Esto incluye las TV’s de zapaterías, kioscos, restaurantes, tiendas de ropa, ferreterías… En un bar que se suele llenar de gente después de las cinco de la tarde por sus promos after-ofice, no hay espacio para nadie más y desde afuera veo las pantallas: ya los jugadores cantan el himno. Distingo el rostro de Messi y me doy cuenta del ánimo de los asistentes al verlo. Pero como no hay puesto, decido finalmente ir al café donde el año pasado vi el primer partido de Argentina en el mundial.
Antes de llegar, en una dietética en la que la Harina Pan es un producto llamativo, escucho a una gocha decirle a su jefa porteña que está por empezar el partido. Ella, como explicándole que es la noticia más importante del día, le responde que sí, que empieza a las 4 y que se juegan el pase a la semifinal.
Entro en el café un minuto después y me atiende la misma señora -rubia, cuarentona, con una franela de algodón con franjas azules y blancas- del año pasado. Se disculpa al notar mi tonada -como le dicen aquí al acento.
–Perdoná, pero es la Selección– dice y yo, que no había entendido el comentario, le respondo que no hay problema.
— Parece que soy la única venezolana– le advierto después y un tercero se mete en la conversación
— Y bien que lo digas bajito — se sonríe.
Escojo un puesto con vista a la TV y agradezco el espejo que cubre la pared de enfrente porque me permite ver a todos los asistentes. Distingo entonces, el reflejo del señor que está a mi lado izquierdo: tiene un vaso con fernet y para picar le sirvieron aceitunas y queso en cuadros. El anciano, de lentes transparentes, luce un suéter azul marino y cuando afino la mirada noto que su camisa es blanca con rayas delgadas celestes. Sonrío.
Justo a mis espaldas cuatro personas, que no parecen venir juntas, están sentadas e hipnotizadas por la transmisión. Dos de ellas tienen suéteres azules y empiezo a pensar en la casualidad. El muchacho de más atrás tiene un gorro azul eléctrico, y el que atiende, una franela gris azulado: no es casualidad. Tampoco lo es, el suéter vinotinto que decidí ponerme más temprano. Solo desentona el que está sentado a mí derecha que carga un suéter naranja, casi rosado.
A los nueve minutos de partido Lautaro Martínez anota el primer gol y se escucha en el café, que por cierto se llama Tango, una celebración seca. Me lamento, pero veo los rostros de todas las personas en el lugar, es una alegría comúnmente sufrida. No hay efervescencia, ni locura. Una celebración cauta y corta. «Argentina siempreee», leo en mi Instagram al novio de mi amigo.
Poco después entra una mujer pelinegra y sin maquillaje al café, se sienta silenciosa en una esquina y acomoda la mesa para dos. Por un momento pienso que es paisana y durante todo el primer tiempo me convenzo de eso. En un tiro de esquina peligroso, la ansiedad de todos se rompe y escucho la primera puteada.
Proviene del que me advirtió que no dijera muy alto mi nacionanalidad, que está sentado en la barra cerca de la caja. De un salto sale a la calle y lo veo fumando un cigarrillo detrás de la gran vidriera que nos separan de la acera. Esa zona se vuelve un nido de chismosos, que aún sin permanecer mucho tiempo se hermanan ante el alivio de un resultado a favor. La escena se repite con rostros cambiados durante los 90 minutos.
Vamos a entretiempo y concibo lo extraño que fue ser consciente de los 45 minutos de silencio que acabo de vivir. El de al lado está tomando el primer sorbo de su bebida desde que llegué y también come una aceituna, el resto ya no mira hacia arriba, se concentran en sus cafés, en sus celulares, que habían sido ignorados por tanto tiempo, y hablan entre sí. Escucho comentarios sobre el partido entre Brasil y Paraguay, lo bien que juega el goleador, y otras obviedades. El de la derecha saca un grueso libro sobre Manuel Belgrano, un prócer de aquí, y solo se distrae de leer cuando una chica en minifalda estampada pasa por la calle. Algunos consumidores se despiden y se marchan.
Nuevo pitazo, nuevo tiempo y Venezuela arranca inspirada. Ataque tras ataque se traducen en la tensión que percibo en mi propio cuerpo ( mi pierna se mueve impaciente ) y en los ceños de los presentes. Una falta dura de un jugador argentino a un vinotinto nos suelta una expresión de dolor y el fumador, que en el entretiempo consumió otro cigarro fuera, sentencia:
— Si hubiera sido al revés ya estaríamos puteando — y cruzamos la mirada.
No hay muchos comentarios más. El del al lado le insiste a la señora que atiende que vea el partido porque «estamos ganando, che», pero ella está decidida a no verlo. Su mirada se pasea en lo que está más allá de la vidriera, en la cafetera y en nosotros. No hace falta ver lo que se siente.
Llega apresurado el novio de la pelinegra y por el beso tan porteño que se dan empiezo a pensar que quizá me equivoqué y no es venezolana. También llega una rubia a quien acomodan a mi derecha. Pide medialunas y café, voltea su iPhone contra la mesa y se aliena, como el resto, ante los 22 futbolistas sobre el césped que tenemos una hora viendo.
Cuando marcan el segundo gol confirmo mi última sospecha. La pelinegra se alegra. Junto a ella, y ante mi tristeza expresada en groserías, todos gritan esa anotación con alivio y aún cuando falta poco para que acabe el partido siguen expectantes y atentos. Su alegría es tan efímera, pienso.
Final del partido y a mi celular llega otra notificación: «Argentina hasta la muerte». Todos se empiezan a enfundar con sus ropas de invierno, algunos sonríen, pero muy poco. Ya empiezan a pensar que el próximo partido es contra Brasil en casa y ese sí que será imposible.
Foto: referencial