El hijo de un importante funcionario público le escribe una carta abierta. Una carta que se hace pública y notoria, como hecho comunicacional, en un video que dura 1 minuto y 51 segundos. En una declaración ritual de identidad, el muchacho (porque es un muchacho muy joven) dice su nacionalidad, su nombre completo y su número de cédula… por si acaso. Dice lo que va a decir y aclara que ni él ni sus hermanos han sido objeto de amenaza alguna.

Ya sea que se trate de un ardid (tipo trapo rojo) o de un hecho movido por la sinceridad y una genuina (tanto como plenamente justificada) preocupación por lo que ocurre actualmente en nuestro país, ¡la carta dejó de ser importante! Tanto el emisor como el mensaje dejaron de importar. ¡El receptor también! De alguna manera, se da por sentado que el Defensor del Pueblo no hará con esa carta… ni por ella.

La carta en sí misma pasó, con la velocidad de un disparo, a convertirse en un parámetro para medir cuánto ha calado la impronta de estos casi veinte años del llamado proceso revolucionario. El despliegue de opiniones a través las redes sociales deja ver de modo palmario que lo único que hace falta es un detonante, por pequeño que sea, para saltar los unos sobre los otros dispuestos a imponer un punto de vista.

Tú dices que sí; yo digo que no

La especulación siempre tienta. Casi tanto como el afán de tener la razón. Como diría mi abuela, sólo Dios sabe lo que hay detrás del video de marras: si una puesta en escena (para favorecer o perjudicar a no se sabe quién) o la reacción lógica de un joven venezolano hastiado de la violencia que mata.

Y me pregunto yo, ¿es tan importante ser el dueño de la certeza con respecto a las motivaciones de Yibram? Me permito llamarlo por su nombre de pila porque, como estudiante universitario que es, ¡también pudo haber sido alumno mío! ¿Qué gana cualquiera de nosotros –mirones de palo– manejando esa certeza, cualquiera que ésta sea? ¿Vale la pena, en serio, irnos a los moños diciendo que es un montaje, una triquiñuela o una muestra de sensible honestidad?

No ha de ser fácil, digo yo, hacer lo uno o hacer lo otro. Al final del día, un muchacho –hijo o no hijo de un funcionario público– está exponiendo su rostro en medio de las peores circunstancias para disentir. En un momento en que la retaliación puede venir, literalmente, de cualquier lado.

Los hijos infinitos

En su carta-video, porque el muchacho no sólo lee sino que también apela visualmente a su interlocutor, Yibram Saab hace una serie de afirmaciones. Muchas de las cuales se refieren a datos que son del dominio público. En algún momento, le atribuye a su padre –señor Tarek William Saab– potestades que quizás no tenga del todo como la de “poner fin a la injusticia que ha hundido al país”.

Lo más impactante para mí –como ciudadana venezolana, como opositora, como mujer que se suma a las manifestaciones pacíficas a las que también asiste Yibram y como madre– es el “Ese pude haber sido yo”. No sé si es un trapo rojo, un elemento distractor. Puede que el muchacho esté siendo absolutamente sincero. La verdad la tienen otros; no la tengo yo.

Yo sólo sé que en cada muchacho perseguido, acorralado y lesionado hasta la muerte por los llamados cuerpos de seguridad ¡yo sólo veo el rostro, el miedo y la angustia de mi propio hijo! La lectura de la carta –esa carta que ha puesto a muchos de dimes y diretes, ¡como si el problema fuera sólo creer o no creer!– a mí me puso a pensar en la ruleta rusa que significa disentir y protestar.

Yo me conmuevo y me lleno de dolor porque, como dijo el poeta, cuando se tiene un hijo, ¡se tienen todos los hijos del mundo! Una parte del mío se rompió también cuando reventaron el corazón de Juan Pablo.

Foto: Juan Pablo Pernalete, joven fallecido esta semana en manifestación en Caracas.

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