La lectura de las historias de vida recogidas en este volumen cambia la perspectiva con la que frecuentemente miramos a las personas que han desafiado las condiciones adversas en las que han crecido; lejos de una visión compasiva nos admiramos al conocer sus ejemplos de liderazgo y la fortaleza para emprender sus metas.

Los casos que veremos a continuación son de mujeres nacidas en los barrios populares de Caracas, y después de atravesar complicadas situaciones y vicisitudes hoy desempeñan importantes funciones de activismo social en sus comunidades. Y no solo eso, parece confirmarse que las mujeres tienden a hacer redes solidarias y a multiplicar las ayudas que han recibido.

Escuchemos sus relatos.

Comencemos con el titulado Este es el lugar al que pertenezco. No es un caso en el que se registren hechos particularmente traumáticos y puede ser un buen inicio de los que vendrán después. La protagonista tenía 17 años cuando la Asociación de Planificación Familiar (Plafam) –una organización internacional dedicada a la salud sexual y reproductiva, cuyo centro en Venezuela fue creado en 1986– acudió a su escuela, la Unidad Educativa Nacional Gran Colombia de Caracas, para dar un curso sobre educación sexual y reproductiva. Lo que aprendió le dejó una huella permanente, fue la primera vez que tuvo la experiencia de hablar acerca de sus proyectos de vida con adultos que la trataban con respeto. Desde entonces permaneció en contacto con esa institución, tanto como usuaria como colaboradora, y tiempo después fue orientadora en una nueva sede inaugurada en Guarenas. “Amé ese trabajo –dice– porque era una manera de devolver lo que había recibido”. Tanto esa sede como la de Petare sufrieron las crisis de esos años, situaciones económicas, violencia, la pandemia, y Leidy Castillo buscó trabajo en algunas empresas privadas hasta que regresó como coordinadora a la clínica de Guarenas, donde se siente plenamente satisfecha e identificada con sus objetivos.

En el siguiente caso la protagonista relata que fue maltratada psicológicamente por parte del personal médico de la institución hospitalaria en la que buscó consulta por un sangramiento vaginal en su adolescencia, así como por la institución escolar en la que estudiaba bachillerato. Por el contrario, recibió la ayuda que necesitaba en Plafam y se convirtió en agente de cambio ingresando como activista de la asociación, y luego en otras organizaciones como Amnistía Internacional, a la que accedió porque quería formarse en derechos humanos y derechos LGBT.

Paralelamente hizo estudios en una escuela de teatro y en la universidad, y comprendió que la formación personal era indispensable para adquirir autonomía y transmitirla a otros. Aprendí a darle nombre a las cosas, dice, y ese es un buen título para su historia: aprender, comprender, apropiarse de sí misma, esa ha sido su conquista.

El canto de los migrantes comienza en un barrio del Norte de Santander en Colombia y la protagonista es Paola, una niña que de los 4 a los 12 años se quedaba encerrada en su habitación mientras su madre salía a trabajar. Esto ocurre igual en Venezuela, y probablemente en cualquier lugar donde las mujeres sean pobres y no reciban ayuda para atender a sus niños.

De este inicio traumático de su experiencia surge una mujer que lidera a otras, que logra objetivos para ellas y para sí misma, entre otros una beca para estudiar en la universidad, y después de obtener trabajos en empresas privadas con mejor remuneración decide integrarse a la Fundación Mujer y Futuro, una organización colombiana que defiende los derechos humanos de las mujeres y promueve las relaciones con equidad de género e igualdad. Allí ha sido coordinadora de la ruta de migrantes que ayuda a las mujeres y niños en la difícil travesía desde Venezuela hacia otros países: Colombia, Perú, Ecuador.

Una circunstancia muy especial la vinculó con Venezuela. Entre las migrantes apareció una joven mezzosoprano que decidió emigrar porque un profesor del conservatorio de Caracas le había dicho que podría conseguir trabajo en Bogotá. El trayecto casi le cuesta la vida, si no hubiese sido rescatada por las activistas de Mujer y Futuro. La joven cantó para ellas en agradecimiento, y su voz es la de tantas mujeres que necesitan ser escuchadas.

Con las siguientes historias salimos del ámbito personal para entrar en un territorio común, que es el país y la violencia; la perpetrada impunemente por organismos del Estado venezolano, y la generada por los enfrentamientos armados de las bandas en las comunidades pobres y excluidas.

Aracelis Sánchez, vecina de Los Jardines del Valle –parroquia del municipio Libertador de Caracas–, es hoy una figura reconocida como defensora de los derechos humanos. En 2018 recibió una mención especial en la novena edición del Premio de Derechos Humanos que otorga anualmente la Embajada de Canadá en Venezuela.

Fue un reconocimiento de gran importancia para las activistas de la Organización de Familiares de Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos (Orfavideh) que ella fundó como respuesta al asesinato de uno de sus hijos en 2013 a manos del Plan Patria Segura, organismo del Estado creado en 2010 y compuesto por miembros de las Fuerzas Armadas. Valga añadir que para su formación en derechos humanos y la presentación de casos de ejecuciones extrajudiciales, recibieron el apoyo de Cofavic (Comité de familiares de víctimas del Caracazo) fundado por la abogada Liliana Ortega en 1989. 

Aracelis recorrió su barrio tocando la puerta de otras familias que habían sido también víctimas de la violencia de los organismos policiales. Después de visitar inútilmente las instituciones oficiales en busca de justicia, estas mujeres comprendieron que la única respuesta posible era agruparse y actuar coordinada y públicamente; a la vez la organización se fue convirtiendo en un nicho de apoyo para aquellas familias que han experimentado la misma pérdida y se saben víctimas de los comandos que irrumpen en sus viviendas y disparan impunemente, sobre todo contra los varones jóvenes.

Su acción se sustenta en convertir a las víctimas en defensoras de derechos humanos y en brindar apoyo psicológico, pero sobre todo en empoderarlas para defender su derecho a la justicia y la reparación. Del grupo inicial surgió luego también las Madres Poderosas, agrupación que recientemente logró su primera victoria: la condena de un policía que dio muerte al hijo de una de ellas. Las madres no se rinden en su búsqueda de justicia y reparación es el título de esta historia.

Saray Figueredo nos cuenta su transformación y la de su familia después de sufrir la pérdida de uno de sus hermanos en una ejecución extrajudicial de la policía. Vivía en el barrio El Cementerio (parroquia del municipio Libertador) con sus padres, dos hermanos y una hermana, y estudiaba bachillerato en la urbanización El Paraíso, a la que con frecuencia debía trasladarse a pie porque no tenía dinero para pagar el pasaje del transporte público.

La relación con sus padres era buena y la vida familiar transcurría con muchas limitaciones, pero en un ambiente armonioso hasta que su hermano mayor, cuando tenía 14 años, fue atacado por las bandas del barrio, y como consecuencia pasó a integrar una de ellas.

Es la lógica de unirse al más fuerte para estar protegido; la misma que lleva a muchas adolescentes a ‘darle’ un hijo al jefe de la banda. Luego los padres se divorciaron y la crisis familiar se acentuó. La hermana menor se unió al varón, abandonó los estudios y consumía altas dosis de alcohol. Tiempo después el joven, a los 23 años, participó en un secuestro y fue ejecutado por la policía. La madre pasaba todo el día en el cementerio.

Esta es una situación que lleva a tomar decisiones de vida. Una es hundirse en el duelo y otra es la que siguió Saray. Comenzó a participar en actividades comunitarias. La madre y la hermana se unieron a estas actividades y la hermana, además, continuó sus estudios y se convirtió en una líder comunitaria. El hermano menor aprendió un oficio y consiguió un buen trabajo. Saray ahora quiere estudiar Derecho para buscar justicia. Héctor Torres nos cuenta su historia en Cambiando tú, cambias tu casa y cambias tu comunidad.

La historia de las mujeres de Catuche es un caso ejemplar. En este barrio ubicado en la caraqueña parroquia de La Pastora tuvo lugar un proceso insólito de negociación entre dos zonas enzarzadas en un conflicto armado que duró más de treinta años y produjo no solo la separación física entre los vecinos de las dos zonas, sino una gran cantidad de muertes.

Los protagonistas del conflicto eran los jóvenes integrantes de las dos bandas que dividían el barrio, y las protagonistas de la tregua las madres, algunas de ellas habían perdido hasta cuatro hijos en los enfrentamientos, cuyo origen y causas nadie recordaba ya.

Fueron estas mujeres las que a partir de 2007 dijeron Nosotras tenemos que luchar y comenzaron un proceso de negociación mediante encuentros entre las de uno y otro lado, para los que contaron con la mediación de la Iglesia católica a través del centro de Fe y Alegría, coordinado por Doris Barreto, y la participación del sacerdote del barrio, José Virtuoso, s.j., quien años más tarde fue rector de la UCAB.

Es notable como las negociaciones siguieron pautas similares a las que se llevan a cabo en los grandes conflictos bélicos. Las mediadoras se reunían en los lugares acordados, intercambiaban y discutían puntos de vista, y luego presentaban por escrito sus conclusiones y propuestas, de modo de ir elaborando las reglas de convivencia entre ambos sectores.

Así hasta que llegaron a firmar la tregua con un convenio escrito, y procedieron a convocar reuniones que dieran fin a los años de separación: actos cargados de simbolismo como la construcción de un Nacimiento en una zona intermedia del barrio o la preparación de un sancocho comunitario. Desde entonces la paz se ha sostenido en Catuche. Las mujeres demostraron que más importante que la lucha por el poder era la vida de la comunidad, y mejor que la venganza la tregua que permitiera detener la constante muerte de jóvenes. Preservar la especie era su misión, no la hegemonía sobre el barrio. 

El barrio también es ciudad es el lema de Katiuska Camargo, fundadora de Uniendo Voluntades, organización que impulsa el trabajo comunitario en San Blas, uno de los muchos sectores de la población de Petare, ubicada al este de Caracas, de la que se dice es el mayor barrio de América Latina. Eduardo Burger, nos cuenta su historia en Katy y el orgasmo ciudadano. Cuando Katy era muy joven trabajaba en la conocida tienda de artesanía venezolana Curuba, situada en Los Palos Grandes, y lo que más le gustaba era caminar por la urbanización y verla bonita y limpia (no lo es tanto hoy en día). Ese fue el modelo que la impresionó y la llevó a la idea de transformar San Blas. Inicialmente los vecinos no se unieron a la idea, e incluso la antagonizaron y amenazaron, pero Katy continuó en su propósito, y con una escoba comenzó a limpiar el basurero que había en la calle donde vive su familia.

Poco a poco la gente comenzó a ayudarla a barrer, de allí el símbolo de la escoba, y se fueron multiplicando los grupos que limpiaban los basureros. Luego esta acción se unió a un proyecto de activismo artístico con la ayuda de arquitectos y diseñadores, y allí donde hubo un basurero se levantó un mural.

Los objetivos de Uniendo Voluntades se han ido ampliando, dándole énfasis al trabajo con niños y jóvenes para apoyar la voluntad de crecer comunitariamente, de alcanzar metas personales, de constituirse como personas dignas con educación y trabajo, y de multiplicar su ejemplo.

Este último caso es un final feliz para estos relatos, pero antes de su lectura conviene tener presente que todas son historias que acumulan sufrimiento y pérdida, y he aquí la clave que las une: la capacidad de transformar el dolor en reparación, la falta en creación, la soledad en compañía, el odio en solidaridad. Estas mujeres comprendieron esto y es una lección que no debe perderse porque en ella reside la posibilidad de reintegrar un mejor país. 

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