Los habitantes de Maturín, capital del estado Monagas, al igual que el resto de las ciudades del país, vivieron cuatro días y cuatro noches de una oscuridad que parecía no tener fin y que obligó a buscar la manera de estar a salvo, en medio de la falta de agua, de alimento y seguridad.

7 de marzo: el primer día

Una fuerte explosión dio paso a la incertidumbre. Pasadas las 4:00 de la tarde y tras quedarse sin energía los vecinos de la parroquia Los Godos, en Maturín, abandonaron sus viviendas asustados.

El apagón no los sorprendía. En Venezuela ocurren con frecuencia, lo que sí alteró los nervios fue el estruendo que anticipó la suspensión del servicio eléctrico. ¿Qué pasó? ¿Escucharon? ¡Algo explotó! Se preguntaban y a la vez se respondieron.

Sin saberlo, esos eran los primeros minutos de una oscuridad que se prolongaría durante cuatro días. Acostumbrados a los apagones, los vecinos apartaron sus asientos frente a las viviendas, a la espera de que la energía volviera al cabo de tres o cuatro horas. (verticalresponse.com) La preocupación llegó cuando tenían noticias de otros estados;  el apagón dejó a oscuras al 70 por ciento de Venezuela. ¡La cosa es grave!, se decían entre ellos.

Ese primer día de oscuridad, todos trataron de pasar el momento lo más cómodos que pudieran. Colchones fueron lanzados en el piso en el porche de las casas, en el techo o en los corredores cercanos a alguna ventana que permitiera el paso de brisa fresca. Durmieron sin imaginar lo retadores que serían los días que estaban por venir.    

8 de marzo: Las primeras 24 horas y las cacerolas

Amaneció el viernes 8 de marzo. La carga de los celulares se acabó. La incomunicación total alimentaba la angustia. No había forma de saber qué pasaba. Aunque parezca exagerado, la sensación era la de estar solos, aislados del mundo. Pero la falta de batería en los celulares, era lo menos alarmante. El agua y la comida también se agotaban.

Las raciones de alimento y los vasos de agua eran consumidos con cautela. El no saber cuánto tiempo demoraría la falla y el no recibir noticias, hacían pensar que aquel nuevo episodio de una Venezuela en crisis se prolongaría.

En la mayoría de los sectores de Maturín el suministro del vital líquido llega a las viviendas solo con el uso de bombas, al no haber electricidad, también se corta el suministro, por ello es costumbre tener siempre los tanques elevados llenos.  Transcurridas las horas, finalmente, el agua almacenada se acabó.

Las colas comenzaron a formarse a las afueras de una de las fábricas de hielo y una de las más grandes distribuidoras de agua potable en la ciudad. Ancianos, mujeres con niños y hombres se organizaron uno tras otros a la espera de recargar sus botellones.

La empresa no contaba con planta eléctrica, así que el agua con la que llenaban las garrafas caía por gravedad y esto hacia más larga la espera.  

Dos, tres, cuatro y hasta seis horas bajo el sol y luego abrazados por la oscuridad, así transcurría el tiempo en la cola. “200 bolívares por botellón y solo efectivo”, decía desde adentro una de las trabajadoras de la planta que intentaba alzar la voz para que la escuchara hasta el último de la fila.

Una pareja de ancianos, contaba los pocos billetes de los que disponían “180 y con esto 200, sí nos alcanza vieja”, decía el hombre a su cansada esposa que reposaba el peso del cuerpo en un bastón.

Muy cerca de la fábrica otra cola se formó desde temprano para recargar gasolina. Unos vehículos aún alcanzaban a moverse con el poco suministro que les quedaba en los tanques, pero otros eran empujados por grupos de hombres que, con esfuerzo,  habían alcanzado a mover los vehículos a la estación de servicio.

La noche volvió a caer y con ella llegaba el ruido de las cacerolas. Los gritos de reproche a los militares que se instalaban en medio de las avenidas, también se escuchaban ¿A quién defienden? ¡Ustedes tampoco tienen luz, ni agua, ni comida! Les gritaban los más osados.

En medio de aquel silencio informativo una sola emisora funcionaba, la única con planta eléctrica en toda la ciudad. Era una emisora evangélica y sus reportes de información eran escasos, en lo que sí se esmeraban era en dar mensajes de aliento a la colectividad.

“Mantengan la calma, Dios no nos desampara, esto pasará”, se escuchaba desde los vehículos, cuyos dueños encendían la radio para intentar tener noticias de la capital del país, noticias que nunca llegaban.

Troncos y cauchos encendidos en la oscuridad sorprendían a los conductores. El olor a humo era penetrante. En medio de las calles, alborotadas, la  gente caminaba con prisa en un intento por llegar a los pocos comercios con plantas eléctricas ¡La tarjeta no pasó, señora!, dijo un trabajador a una dama, que con cara de desánimo devolvía la harina pan y el medio cartón de huevos que había tomado segundos antes, para luego sujetar a su hijo del brazo y perderse entre la gente que se aglomeraba y empujaba en el mostrador.

9 de marzo: Algunos sectores con luz

El 9 de marzo  comenzó con la noticia de que en algunos sectores de la ciudad había llegado la luz ¡La pesadilla terminó! Solo hasta ese momento se supo la magnitud del asunto. Pero el aliento duró poco. Un nuevo apagón acabó con los ánimos.  La calma de los primeros días comenzaba a agotarse.

El agua que se había logrado comprar con el escaso efectivo, se terminó. La gente comenzó a aglomerarse a las afueras de una planta ubicada en la avenida El Ejército. ¡Pasen, agua gratis para todos! Dijo el dueño de la empresa tras desplegar uno de los portones ¡eso sí, pasan en orden!.

En segundos, la gente llegó de todos lados en carros, a pie, corriendo, “Hay agua, aquí hay agua”, gritaban.  De las tuberías el vital líquido salía a presión. “Tomen agua”, aconsejaba una mujer con una mezcla de desespero y alegría, mientras que a su lado un hombre joven cargaba botellones sin descanso: “ya yo cargué mi agua, pero hay muchos vecinos que no tienen, yo me quedo aquí a ayudar”, decía empapado de los pies a la cabeza.

Muy poco se sabía sobre lo que ocurría. Rumores de saqueo llegaban, pero nadie tenía la certeza. “Yo escuché que saquearon y por eso los militares están en todos lados”. En algunos comercios como el Farmatodo de Tipuro y el centro comercial Los Samanes, donde está el supermercado Unicasa fueron objeto de actos vandálicos en la noche de ese día.

El día transcurría en buscar agua y comida. Arroz blanco, arepa con mantequilla, un poco de huevo y queso era el menú. Quienes tenían más suerte compartían la carne con los vecinos. “Tome vecino, antes que se dañe, prefiero compartir”, decían los más generosos, quienes conservaron el alimento cárnico con sal y agua.  

No solo la generosidad se asomó en los días del apagón. La especulación también. “Carga de celulares a mil bolívares, agua potable a cuatro mil”, expresaban algunos de los que contaban con planta eléctrica y pudieron sacar dinero de aquella emergencia. Incluso como en Caracas y otras ciudades del país, al norte de la ciudad los bodegones comenzaron a recibir dólares ante la falta de bolívares.

La noción del tiempo se perdió. Era difícil saber la hora o la fecha exacta. “Esto comenzó el jueves, hoy es domingo, si no me equivoco”, comentaban en la calle.  

10 de marzo: Colas por agua

“Carguen agua, guarden comida, todo lo que puedan, no sabemos cuánto tiempo durará esto. Escuché a alguien decir que estaremos así un mes”, comentaban los menos optimistas mientras caminaban por las calles.  

En el hospital Manuel Núñez Tovar de Maturín, la angustia también arropaba a los pacientes y a los familiares. Las áreas de hospitalización estaban a oscuras. Aquel edificio de cinco pisos solo era iluminado, durante segundos, por la luz de los vehículos que ingresaban al estacionamiento.

En la emisora evangélica, esa que no dejó nunca de sonar, por momentos los mensajes de motivación religiosa eran interrumpidos por la voz de la gobernadora chavista, Yelitza Santaella.

“Hemos llevado plantas a las áreas críticas del hospital, la UCI, la Sala de Partos, la Emergencia”, informaba. Pero aquellas afirmaciones eran cuestionadas por quienes permanecían en el centro de salud. “Creo que hubo muertos, escuchamos los llantos en los pasillos y los gritos de los familiares, pero no podíamos ver nada, todo estaba oscuro”, dijo Del Valle Rodríguez, quien velaba el sueño de su papá hospitalizado en el quinto piso.

11 de marzo: Cacerolas y militares en las calles

Antes del 11 de marzo, por las noches el sonido de las cacerolas era habitual. Habían transcurrido cuatro días de aquello que parecía una eternidad. Los colchones seguían tumbados en los corredores, en el techo y el porche de las casas.

La presencia de los militares en las calles no generaba tranquilidad, más bien aumentaba el temor. El último día del apagón la lluvia separó a los vecinos que habían transcurrido todo ese tiempo entre reuniones nocturnas y toques de cacerolas.

El amanecer del 11 de marzo llegó, y la electricidad también.  Muchos no lo notaron, de tanto cansancio permanecían dormidos.   

Al despertar con la noticia de  que la energía se restituyó, comenzaron a cargar los celulares, la única forma de comunicación existente. Al encender los equipos,  las llamadas ingresaron. Eran familiares, amigos, algunos desde el exterior ¿Cómo están? ¡Dios mío! cuatro días sin poder comunicarnos con la gente en Venezuela, ¿Cómo están? insistían con desespero, mientras del otro lado las respuestas no tardaban: estamos bien, fueron cuatro días de angustia. Sentimos miedo, pero estamos bien!.

El 11 de marzo apenas comenzaba.  Aunque la normalidad volvió de pronto a la ciudad, aún existía el temor de que, nuevamente, una extraña explosión diera paso a una prolongada oscuridad y con ella llegaran también el miedo y la desesperación.     

Durante la mañana, una protesta en el norte de Maturín, en la parroquia de Boquerón, comenzó la represión de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) que a punta de bombas lacrimógenas y perdigones, una batalla campal que duró más de dos horas en el sector Santa Elena de Las Piñas.

Foto: Luis José Boada

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