Decía Aristóteles del hombre que es ‘un animal político’ porque vive en asociación con otros hombres y porque tiene capacidad para conversar. En realidad, el ámbito de lo político es el ámbito de la conversación. Nada hay de objetable en el intento de solucionar una situación problemática mediante un ejercicio intersubjetivo fundamentado en el diálogo. A veces se trata de la última frontera entre la búsqueda de una solución pacífica y la violencia. Debo decir que tengo preferencia por la primera. En general me parece mucho menos costosa. La conversación con los demás nos permite ubicarnos frente a ellos, escuchar sus razones, sopesarlas. El riesgo de la violencia tiene que ver, entre otras cosas, con la despersonalización del otro. La guerra solo es posible allí donde el otro es deshumanizado, donde se somete al contrario a un proceso que deforma, ante nuestro ojos, su identidad.
Desde allí al otro se le considera diferente, peligroso, distinto, amoral, delincuente, malvado, etc. Se sustituye la naturaleza humana del sujeto hasta que se le convierte en una criatura monstruosa que debe ser eliminada de la faz de la tierra. Lo hacemos de manera inconsciente, sin tener claridad en el hecho de que, cuando desdibujamos el rostro del otro, de alguna manera nos estamos desdibujando a nosotros mismos. Olvidamos que nuestra naturaleza es dual, que nos movemos entre el bien y el mal y de que es necesario encontrar los equilibrios correspondientes. Allí donde se despliega la violencia como ejercicio cotidiano deja de prevalecer la racionalidad. Empezamos a actuar desde nuestras emociones, nos hacemos incapaces de sopesar nuestras actuaciones y sus consecuencias, empezamos a dar respuesta a las dinámicas que enfrentamos desde nuestros sistemas orgánicos mas primitivos.
Dejar de hablar con aquel con quien tenemos una controversia que no puede ser evitada es un ejercicio de la sinrazón que implica nuestra capacidad para escuchar las ‘razones de los demás’, para entender que la gente tiene el derecho de pensar como lo hace, de manifestar su pensamiento libremente y de justificar sus puntos de vista aunque no estemos de acuerdo, no nos guste su posición ante un asunto determinado o creamos que está equivocado. Aún en este último caso, tenemos la necesidad de comprender que convencer al otro de su error pasa por establecer un espacio para la conversación y el intercambio de las ideas. A fin de cuentas, cuando nos toca convivir con el otro en el largo plazo no tenemos mas remedio que establecer algunos mecanismos que faciliten esa convivencia.
La verdad es que la confrontación permanente es simplemente agotadora. Ninguna sociedad puede resistir de manera coherente, sin enloquecerse en el camino, las dinámicas de la desconfianza, la inseguridad, la desolación, el odio que se posicionan alrededor de situaciones de conflicto más o menos permanente. En realidad se corre el riesgo de que la anarquía y la violencia se instalen y que se produzca una escalada en la cual la vida de todos corra peligro. Es interesante que para los griegos el ámbito de la ciudad fuese un espacio civilizado en el cual se hacía política, se conversaba, se construían acuerdos. Por el contrario, todo aquello que se encontraba fuera de los muros, en la agreste naturaleza, se constituía por antonomasia en un espacio para la confrontación, un ámbito lleno de peligros, en el cual la vida corría permanentemente en riesgo.
No me queda claro qué se supone que debe hacerse con aquella gente a la que no queremos pero con la cual nos toca interactuar. Es claro que uno quisiera no tener que ver a la gente que no quiere, a la que le cae mal; en general trabamos amistad con gente que se nos parece, que comparte con nosotros ciertos valores o creencias. Pero no siempre resulta que podemos escapar de la necesidad u obligación de establecer relaciones de diversos tipos con gente que es diferente a nosotros. Siempre tenemos la posibilidad de valorar la diferencia como algo positivo, incorporarlo a nuestra vida, validarlo. La alternativa es destruir aquello que se contradice con nuestros valores, que nos luce extraño o que nos parece que nos pone en peligro. Desde allí se han justificado asesinatos en masa, fusilamientos, el ataque en contra de Guernica o la Solución Final en contra del Pueblo Judío.
Uno esperaría que a estas alturas de la historia de la humanidad, y luego de haber visto tanto horror, fuésemos lo suficientemente coherentes como para entender que nos toca entendernos a pesar de nosotros mismos o enfrentarnos a la violencia. La violencia que producimos y la que seguramente vendrá de vuelta.
Excelente artículo de MIGUEL ÁNGEL LATOUCHE | @MIGLATOUCHE…Se le reconoce y aplaude….¡Felicitaciones!!…..
Excelente Sr. Latouche. Comparto con usted la idea de que “hablando se entiende la gente”, y de que el vivir en una confrontación perenne cansa, desgasta, hastía. Pero ni la retórica ni la dialéctica son suficientes para dar a entender a nuestra comunidad convulsa que la LÓGICA es el principio fundamental de funcionamiento de todo ente racional. El origen de nuestras diferencias se está convirtiendo en estructural e incluso está empezando a asomar síntomas de fundamentalismo. Tiene usted igualmente razón cuando afirma que las diferencias deben ser tomadas como algo positivo, nutritivo, puesto que del contraste se pueden construir mejores posturas propias respetando las ajenas. Por ende, es imperativo abordarlas con la madurez, el aplomo y la amplitud de visión que amerita el caso. Me uno a usted igualmente en el sentimiento de que si entendiésemos la historia y la usáramos correctamente (aprender de dónde se viene para entender hacia donde se va), evitaríamos repetir los costosos errores del pasado.
Por último, mucho me temo que el “animal político” aristotélico está empezando a dejar paso al “político animal”.