Nunca me ha gustado mucho usar el metro. Últimamente menos cuando eso que muchos han dado en llamar “situación-país” dificulta hasta un gesto tan simple como untarse desodorante: la presencia de un tufillo hace que cualquier trayecto parezca eterno, incluso cuando entre el punto de partida y el de llegada medien tan solo una o dos estaciones.

A pesar de ello, el transporte subterráneo es todo un cantero de inspiraciones varias, y eso me resulta siempre fascinante. De hecho, una parte de mí disfruta secretamente de la escucha que deriva de las indiscreciones ajenas. En un mundo de velocidades tan vertiginosas, donde todo pasa siempre tan rápido, donde los cambios se suceden sin que tenga uno apenas tiempo para digerirlos, ir de Palo Verde a Propatria da oportunidad más que suficiente para un protagonismo, aunque sea efímero, por la módica suma que se paga por un boleto.

Ellos no lo saben. Ellas tampoco. Pero esos hombres y esas mujeres, que parecen perder el pudor apenas bajan por las escaleras mecánicas, hacen que cualquier incomodidad se me vuelva más llevadera. No es fácil surcar cuatro estaciones sintiendo que alguien me respira demasiado cerca del cuello, que me faltan brazos para resguardar mis pertenencias, que me faltan ojos para atisbar a los posibles rateros y que me sobra olfato para detectar el aroma natural de un cuerpo humano desprovisto de los afeites que provee la cosmética.

Lo que siempre echo en falta son más oídos para escuchar con nitidez la vida que se hace manifiesta en el anecdotario personal de cada quien. En esos casos, hasta puedo olvidar cuánto me molesta que algunos tipos corran a sentarse cuando se desocupa un puesto (habiendo mujeres de pie) o cuánto me choca que otros tantos finjan estar muertos si al metro entra una mujer embarazada o alguna anciana.

Una diabla

Hace poco, en uno de esos viajes que debo hacer por cuestiones de trabajo, la voz alebrestada de un mocetón –quizás en sus treinta años– me llamó la atención. Moreno y fornido (y también alebrestado) le contaba a una mujer cómo es una cosecha de aguacate; que una misma mata, según su saber, no da más de una variedad de frutos; que o son de un tipo o son de otro ¡pero nunca variados! Ese fue el preámbulo para ilustrar cómo descubrió que otro compañero de faena le había robado su guacal. “Nada más lo vi, no joda, y supe que esos eran mis aguacates. ¡Qué bolas tiene!”.

En ese punto, me anclé en mi sitio y empecé a desear que hubiera algún tipo de retraso -de esos que nunca faltan en el metro– para llegar al desenlace de la historia. Mientras los demás entraban y salían, yo me dediqué a detallar a este hombre que, a medida que hablaba, parecía revivir los mismos sentimientos de cuando se descubrió sorprendido en su buena fe. El tipo vende verduras. Es buhonero. Tiene “colegas” que hacen lo mismo, y se supone que entre ellos debe mediar un respeto, una cosa… Sin embargo, un atrevido le quitó su guacal de aguacates, y él no se “iba a calá esa vaina”. En su cuello, una gruesa cadena de oro. Una guaya. Y una cicatriz… Me pregunté qué pudo haberle pasado. Miré más, y me percaté de unas trazas de queloide. Volví a preguntarme qué pudo haberle pasado y lo asumí sobreviviente.

–¡No joda, le metí una diabla, chama! Le dije que me diera mi vaina. Un pana ahí me dijo que me prestaba la pistola pa’ que le pegara un tiro y yo le dije que no, que estaba bien así… No joda, ¡lo partí todito, chama! ¡Lo reventé! ¡A punt’e puño! ¡No m’hizo falta pistola!
En ese punto, dejé de hacerme preguntas. Me bajé en Plaza Venezuela.

Monólogo de la cachapa

Si uno está casi nariz con nariz con otra persona –agarradas las dos del mismo tubo- ¿qué necesidad hay de gritar? ¿Se quiere hablar para ese que se tiene cerca o para todos los que van en el vagón? Hace poco, yendo yo con mi esposo, escuchamos el monólogo de una joven mujer que se regodeaba en su buena suerte: había conocido a la hija de “un enchufado”, y eso la hacía sentir orgullosa.

Contaba, como quien cuenta una cosa digna de admiración, la forma en que mintió para ganarse la confianza de la muchacha en cuestión: le dijo que hablaba inglés (y ella no habla inglés). Le dijo que sí, que había salido del país (y ella no tiene ni pasaporte). Le dijo que ella era lectora (y nunca pasa de la tercera página de un libro). “La chama me regaló un libro y todo, marico, ¡y esa vaina está en inglés! Yo le dije que sí, que lo iba a leer… Ahorita busco por interné de qué se trata pa’ podéselo comentá”.

A voz en cuello, y casi sin dejar hablar a sus oyentes, la elocuente mujer contó que su nueva mejor amiga, a pesar de su juventud, había pasado unos años de terror pues, por presión familiar y social, había tenido que casarse. “Chama, ¿y tú hacías de todo con él? –dice ella que le preguntó–. ¡No, vale! ¡Yo no me calaría esa! Uno no puede ir por el mundo negando lo que se es!”

–Bastante vaina que yo pasé pa’ que mi familia me aceptara, mijito… Yo soy lo que soy,, y la verdad es que no me interesa lo que la gente piense de mí.

La monologante se bajó antes que nosotros y, para evitar que se me terminaran de salir los ojos, le pregunté a mi esposo: “¿No es ése el tipo de cosas que se conversan en la intimidad?”

–Evidentemente –me dijo mi marido–, ella necesita legitimarse y lo hace a través de la exposición pública de algo que, aparentemente, sí le molesta.

Hicimos otros comentarios a propósito del tema, y de otras cosas que se oyen y se dicen en el transporte subterráneo. No hablamos en términos de censura, sino de lo curiosa que puede ser la conducta discursiva de las personas ante ciertas circunstancias. Gritar a voz en cuello, en mitad de la gente, “soy lesbiana y la verdad es que no me importa la opinión de ustedes” se me antoja que es como la confesión de parte de esos niños que, apenas ven llegar a sus padres, se adelantan a admitir la falta: “Nosotros no rompimos el adorno”.

Sí importa. Sí hay una incomodidad… y es gracias a esos malestares (que se llevan a exorcizar al transporte subterráneo) que sobre los rieles viaja un metro de historias.

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