La migración está en primer plano de las noticias internacionales. Se vienen produciendo grandes migraciones que dan pie a muestras de solidaridad y respeto de los derechos humanos por parte de los países receptores y su población, pero también se presta a la violación de los derechos, aunque sean humanos de quienes emigran. Los tratos crueles y la explotación económica lideran esas violaciones.
Desde Siria y Afganistán hay ríos de gente migrando hacia países vecinos de Eurasia por los caminos verdes, pronto cubiertos de nieve. Países más lejanos acogen a los afganos que tienen vínculos con ellos y les protegen. Los sirios, desde hace años, están a la desbandada.
En la actualidad, en Europa, hay una cierta tolerancia y hasta simpatía hacia quienes provienen de Afganistán. La crudeza de algunos hechos acontecidos recientemente en ese país pareciera que ha tocado sensibilidades gubernamentales, pero también la migración masiva sirve a algunos grupos para hacer propaganda anti Talibán.
A pesar de la solidaridad con Afganistán, en Europa hay preocupación, y hasta miedo, por la migración afgana que tiende a crecer cada día y se agrega a las que provienen de otros continentes. Las aguas del Mediterráneo traen o se tragan a quienes tratan de llegar desde África. Por su color de piel, pobreza e ilegalidad llegan a pasarlas negras por un tiempo hasta que las olas legales se calman. Semejante situación vive a su llegada al viejo continente los latinoamericanos pobres, aunque lleguen a estas tierras en forma más segura, por aire.
Desde Venezuela siguen transitando por carreteras, ríos y montañas, largas filas de emigrados a pie hacia otros países de América del Sur. Casi toda es gente pobre. Donde lleguen vivirán experiencias tan duras como las que han vivido en su país y, en algunos casos, más. Son víctimas de la xenofobia y el clasismo de sus hermanos latinoamericanos, que se expresa en aporofobia, ese odioso rechazo a los inmigrantes pobres. De Venezuela emigran con la esperanza de un futuro mejor. Igual que sus paisanos no pobres que volaron hace rato.
Desde el norte de América del Sur parte un río humano de migrantes que va creciendo en la medida que pasa por países de Centroamérica. Su norte es el Norte. México, un puente, y más gente agrega. El deseo es desembocar en un gran río de agua para llegar a un desierto en el país deseado. Muchos se quedan en el camino, no arrepentidos, sino muertos de sed o ahogados de tanta agua. Más adelante podrán ser detenidos. Prefieren eso a vivir como vivían.
Hay una generalización factible de ser verdad: quien emigra lo hace huyendo de condiciones hostiles y en búsqueda de mejor calidad de vida. Sea en Europa, Asia, América del norte o inclusive a países semejantes al que dejan, los inmigrantes van en búsqueda de realizar un sueño. Las posibilidades de hacerlo realidad dependen de muchos factores: el espíritu de sacrificio, las ganas de triunfar, ser una mano de obra capacitada, un talento necesitado. Además, de una base económica y relaciones en el sitio de destino. ¡Ah!, y condiciones para una permanencia legal. Hay más factores, pero los mencionados parecen básicos.
Quienes migran ilegalmente y con escasos recursos económicos, se exponen a condiciones de explotación laboral en el país donde lleguen. La falta de “papeles” (legalidad) y la necesidad de dinero, les hace aceptar condiciones de trabajo hasta el límite de lo inhumano. El llamado trabajo en negro, como su nombre lo dice, se inspira en los tiempos de la esclavitud, y, por supuesto, se presta para vulnerar derechos no solo laborales sino humanos.
Los negreros, desde terratenientes hasta patrones en el trabajo doméstico, pasando por pequeños empresarios, mafiosos, explotadores de oficio, y otros muchos, ven en el inmigrante, inclusive algunos legales, una oportunidad para tener recursos humanos a bajo costo y a quienes pueden violar sus derechos.
La persona inmigrante por esa sola condición es vulnerable y si llega por caminos verdes o blancos, o mares azules, o está en condiciones de ilegalidad, es aún más vulnerable. Algunas autoridades de algunos países, asumen que los inmigrantes en esas condiciones, casi siempre pobres, están en condiciones de desamparo, carecen de protección legal. De alguna forma es así, pero se pudiera pensar que los derechos humanos se protegen en cualquier lugar.
Recientemente se han publicado en prensa, televisión y redes virtuales, obscenas imágenes de autoridades fronterizas atrapando a inmigrantes de a pie con lazos como se atrapa al ganado o pegándole con un látigo de cuero a quienes corren, no solo huyendo del dolor sino tratando de llegar a un país seguro. Por supuesto, se persigue a inmigrantes pobres y de piel oscura, negra o cobriza.
La violencia contra los inmigrantes por parte de autoridades fronterizas y de explotadores laborales debería ser un crimen de lesa humanidad. Las escenas de policías de fronteras azotando o enlazando a quienes van por mejor vida son indignantes. Lo lógico, inmediato, es que, por un lado, las autoridades superiores del país violador se manifestaran al respecto y prohibieran esas prácticas, y, por el otro, los organismos internacionales creados para hacer valer los derechos humanos deberían reaccionar. Pero, no.
El silencio de las autoridades y sectores de poder que suele seguir a la violación de los derechos humanos en inmigrantes es, por supuesto, cómplice. Evidencia que cuando se tiene poder, se puede violar. Sea en el espacio y el nivel que sea.
Pareciera que hay una excepción en la protección de los derechos humanos de inmigrantes ilegales: cuando es un caso de explotación sexual y el llamado trafico de personas. Aún así deja pensando si es realmente por protección de esas personas o un ajuste de cuenta entre las mafias de ese tipo de negocio.
Deberíamos tener presente que los derechos humanos no se discuten, que se suponen inviolables y que, en el caso de violación, tiene que haber sanciones. La impunidad de los violadores perpetúa el sufrimiento de la víctima de cualquier delito. Migrar es un derecho humano.
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