OPINIÓN · 29 MAYO, 2016 08:30

En Caracas, los restaurantes chinos tienen nombres españoles

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Eloi Yagüe Jarque | @eloiyague

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En la Caracas postchavista, mientras la gente hace cola para comprar arroz o harina de maíz mezclada con arroz, los chinos adquieren locales españoles para volverlos asiáticos. De esta manera, demuestran su poderío económico pues hacen falta muchos “verdes” para adquirir un local en la ciudad. Dicen que el negocio está en la muy costosa patente de licores y que por eso no le cambian el nombre.

Este fenómeno comenzó hace ya más de una década en La Candelaria, cuando aún era el barrio español de Caracas. Como alguna vez escribió el crítico gastronómico Miro Popic: “si Venezuela tiene a España en el corazón, ese corazón gastronómico está en La Candelaria. Es increíble que en unas cuatro manzanas citadinas exista una concentración de más de sesenta restaurantes, la mayoría de ellos españoles, locales que hicieron historia”.

En los años setenta y ochenta había tantas tascas en La Candelaria que se podía ir “de tapeo”, esto es ir a tomar una caña y una tapa en cada una de las tascas y aún sobraban sitios para visitar. Tú podías comenzar la noche por ejemplo en Dena Ona, seguir en Guernica, luego en el Bar Basque, en el Mesón Segoviano, en Cuchilleros, en el Real Madrid, en El Barco de Colón, en El Imperial, en La Cita, en La Tertulia, en Las Burgas, en Casbah, en Mallorca, en Albaicín, en El Pozo Canario o en El Arenal.

La Candelaria hacía honor a su condición de barrio español de Caracas. Fundada por hacendosos canarios quienes hacia 1700 erigieron la iglesia en honor a su patrona, La Candelaria fue por mucho tiempo el extremo este de la ciudad, donde vivían los considerados por los pretenciosos peninsulares, “blancos de orilla”, a quienes estaba vedado residir en el cuadrilátero histórico porque estaba reservado a los principales. Las barrancas de la quebrada Anauco, que en invierno se volvía río impetuoso, eran un límite natural de la ciudad hasta que fuera construido el puente.

Después de la Guerra Civil, muchos españoles republicanos hallaron refugio en Venezuela y La Candelaria fue el lugar predilecto para vivir y prosperar. El presidente Rómulo Betancourt, que siempre fue un fervoroso defensor de la causa republicana, abrió las puertas a muchos exiliados. Él mismo era un degustador de las exquisiteces culinarias españolas y frecuentaba el Bar Basque, minúsculo restaurant vasco de apenas seis mesas, fundado en 1964 por Juanito y su esposa Blanca Royo y situado entre las esquinas de Alcabala a Peligro, donde se podía degustar un sublime mero en salsa verde o las famosas cocochas, plato estelar de la gastronomía euskera.

Pero no sólo eran los bares y restaurantes había toda clase de negocios típicamente españoles como kioskos, mercerías, panaderías y pastelerías (alguna como Dulcinea y La Flor y Nata sobreviven heroicamente), bodegones donde comprar jamón serrano y queso manchego, y licorerías con cava de vinos de Rioja y otras denominaciones hispanas de origen.

El famoso Paquito era un hincha del Real Madrid, flaco y de bigotico, que tenía un kiosko donde además de la prensa y revistas, vendía puros y tabacos al estilo de los estancos españoles. El kiosko estaba al lado de Los Caracoles, que era una famosa churrería abierta hasta tarde en la noche porque estaba al lado de dos cines, el Apolo y el Imperial, de tal manera que se podía salir del cine y tomar churros con chocolate, como en Madrid.

Las tascas, como las llamaban, eran lugares baratos donde hasta podían ir los estudiantes universitarios sin arruinarse y tomar cerveza y comer calamares rebozados, zarzuela de mariscos, croquetas de bacalao, tortilla de patatas, chistorras fritas o pimientos asados. La cercanía de La Candelaria con el circuito cultural de los museos, el Ateneo de Caracas y el Teatro Teresa Carreño, la hacían el lugar ideal para la bohemia.

Algunos bares fueron tan exitosos que abrieron sucursales en el este como el Dena Ona en El Rosal. Adolfo Urrutia, quien convirtió el bar La Cita en un respetable restaurante, fundó el Urrutia en la avenida Solano en Sabana Grande, zona se convertiría con el tiempo en un segundo polo de la comida española en Caracas.

Sin embargo, La Candelaria todavía seguía oliendo a mariscos a la plancha el 21 de noviembre de 1975. Ese día la parroquia fue una fiesta tras enterarse de la muerte del dictador Francisco Franco, pues muchos republicanos viejos habían puesto a enfriar sus botellas de cava para brindar.

¿Cuándo empezó la decadencia? Los efectos del viernes negro, la primera gran devaluación del bolívar ocurrida en 1983, empezaron a sentirse poco a poco. El acento español dejó de escucharse en sus calles con tanta frecuencia. Algunos se regresaron a España, cumpliendo la promesa de volver solo cuando el dictador ya no estuviera, otros se mudaron más al este.

Empezaron a cerrar lugares emblemáticos. Primero fue El Arenal, que después tuvo un breve resurgmiento como El Aldeano para luego clausurar definitivamente. Cerraron los cines y derribaron el edificio donde estaban Los Caracoles. En el lugar de Cuchilleros se instaló una arepera. Falleció Paquito y desapareció el kiosko. La decadencia se fue profundizando cuando los restaurantes comenzaron a cerrar cada vez más temprano debido a la inseguridad y al deterioro general de la ciudad.

En los años noventa comenzó un fenómeno que hasta el día de hoy no se detiene: las tascas se convirtieron en restaurantes chinos y así lugares con nombres tan pintorescos como la Posada del Laurel, en Parque Carabobo; Dena Ona, El Mesón del Botijo –éste en La Castellana– ahora ofrecen comida asiática.

Hace poco pasé por la esquina de Alcabala y vi que ya no estaba el Imperial, una de las tascas más emblemáticas de la vieja época, donde hasta no hace mucho invitaba a comer a mis hijos y yo aprovechaba para darme el lujo de unos sabrosos callos a la gallega.

Pero tal vez la puñalada más profunda en ese “corazón gastronómico” fue el deceso, el 7 de febrero de 2013, de la señora Blanca Royo, dueña del Bar Basque considerado por muchos el mejor restaurante de La Candelaria y uno de los mejores de Caracas. Tenía 85 años y hasta el último momento supervisaba los fogones.

Hoy en día hay que andar con cuidado no vaya a ser que quiera comer paella y termine comiendo arroz chino. Nunca faltará un despistado que se meta en algún restaurante con nombre español, creyendo que es peninsular, sin advertir los faroles rojos de papel en la entrada. Aunque, por otro lado, cada vez menos personas pueden darse el lujo de comer fuera de sus casas.

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Este fenómeno comenzó hace ya más de una década en La Candelaria, cuando aún era el barrio español de Caracas. Como alguna vez escribió el crítico gastronómico Miro Popic: “si Venezuela tiene a España en el corazón, ese corazón gastronómico está en La Candelaria. Es increíble que en unas cuatro manzanas citadinas exista una concentración de más de sesenta restaurantes, la mayoría de ellos españoles, locales que hicieron historia”.

En los años setenta y ochenta había tantas tascas en La Candelaria que se podía ir “de tapeo”, esto es ir a tomar una caña y una tapa en cada una de las tascas y aún sobraban sitios para visitar. Tú podías comenzar la noche por ejemplo en Dena Ona, seguir en Guernica, luego en el Bar Basque, en el Mesón Segoviano, en Cuchilleros, en el Real Madrid, en El Barco de Colón, en El Imperial, en La Cita, en La Tertulia, en Las Burgas, en Casbah, en Mallorca, en Albaicín, en El Pozo Canario o en El Arenal.

La Candelaria hacía honor a su condición de barrio español de Caracas. Fundada por hacendosos canarios quienes hacia 1700 erigieron la iglesia en honor a su patrona, La Candelaria fue por mucho tiempo el extremo este de la ciudad, donde vivían los considerados por los pretenciosos peninsulares, “blancos de orilla”, a quienes estaba vedado residir en el cuadrilátero histórico porque estaba reservado a los principales. Las barrancas de la quebrada Anauco, que en invierno se volvía río impetuoso, eran un límite natural de la ciudad hasta que fuera construido el puente.

Después de la Guerra Civil, muchos españoles republicanos hallaron refugio en Venezuela y La Candelaria fue el lugar predilecto para vivir y prosperar. El presidente Rómulo Betancourt, que siempre fue un fervoroso defensor de la causa republicana, abrió las puertas a muchos exiliados. Él mismo era un degustador de las exquisiteces culinarias españolas y frecuentaba el Bar Basque, minúsculo restaurant vasco de apenas seis mesas, fundado en 1964 por Juanito y su esposa Blanca Royo y situado entre las esquinas de Alcabala a Peligro, donde se podía degustar un sublime mero en salsa verde o las famosas cocochas, plato estelar de la gastronomía euskera.

Pero no sólo eran los bares y restaurantes había toda clase de negocios típicamente españoles como kioskos, mercerías, panaderías y pastelerías (alguna como Dulcinea y La Flor y Nata sobreviven heroicamente), bodegones donde comprar jamón serrano y queso manchego, y licorerías con cava de vinos de Rioja y otras denominaciones hispanas de origen.

El famoso Paquito era un hincha del Real Madrid, flaco y de bigotico, que tenía un kiosko donde además de la prensa y revistas, vendía puros y tabacos al estilo de los estancos españoles. El kiosko estaba al lado de Los Caracoles, que era una famosa churrería abierta hasta tarde en la noche porque estaba al lado de dos cines, el Apolo y el Imperial, de tal manera que se podía salir del cine y tomar churros con chocolate, como en Madrid.

Las tascas, como las llamaban, eran lugares baratos donde hasta podían ir los estudiantes universitarios sin arruinarse y tomar cerveza y comer calamares rebozados, zarzuela de mariscos, croquetas de bacalao, tortilla de patatas, chistorras fritas o pimientos asados. La cercanía de La Candelaria con el circuito cultural de los museos, el Ateneo de Caracas y el Teatro Teresa Carreño, la hacían el lugar ideal para la bohemia.

Algunos bares fueron tan exitosos que abrieron sucursales en el este como el Dena Ona en El Rosal. Adolfo Urrutia, quien convirtió el bar La Cita en un respetable restaurante, fundó el Urrutia en la avenida Solano en Sabana Grande, zona se convertiría con el tiempo en un segundo polo de la comida española en Caracas.

Sin embargo, La Candelaria todavía seguía oliendo a mariscos a la plancha el 21 de noviembre de 1975. Ese día la parroquia fue una fiesta tras enterarse de la muerte del dictador Francisco Franco, pues muchos republicanos viejos habían puesto a enfriar sus botellas de cava para brindar.

¿Cuándo empezó la decadencia? Los efectos del viernes negro, la primera gran devaluación del bolívar ocurrida en 1983, empezaron a sentirse poco a poco. El acento español dejó de escucharse en sus calles con tanta frecuencia. Algunos se regresaron a España, cumpliendo la promesa de volver solo cuando el dictador ya no estuviera, otros se mudaron más al este.

Empezaron a cerrar lugares emblemáticos. Primero fue El Arenal, que después tuvo un breve resurgmiento como El Aldeano para luego clausurar definitivamente. Cerraron los cines y derribaron el edificio donde estaban Los Caracoles. En el lugar de Cuchilleros se instaló una arepera. Falleció Paquito y desapareció el kiosko. La decadencia se fue profundizando cuando los restaurantes comenzaron a cerrar cada vez más temprano debido a la inseguridad y al deterioro general de la ciudad.

En los años noventa comenzó un fenómeno que hasta el día de hoy no se detiene: las tascas se convirtieron en restaurantes chinos y así lugares con nombres tan pintorescos como la Posada del Laurel, en Parque Carabobo; Dena Ona, El Mesón del Botijo –éste en La Castellana– ahora ofrecen comida asiática.

Hace poco pasé por la esquina de Alcabala y vi que ya no estaba el Imperial, una de las tascas más emblemáticas de la vieja época, donde hasta no hace mucho invitaba a comer a mis hijos y yo aprovechaba para darme el lujo de unos sabrosos callos a la gallega.

Pero tal vez la puñalada más profunda en ese “corazón gastronómico” fue el deceso, el 7 de febrero de 2013, de la señora Blanca Royo, dueña del Bar Basque considerado por muchos el mejor restaurante de La Candelaria y uno de los mejores de Caracas. Tenía 85 años y hasta el último momento supervisaba los fogones.

Hoy en día hay que andar con cuidado no vaya a ser que quiera comer paella y termine comiendo arroz chino. Nunca faltará un despistado que se meta en algún restaurante con nombre español, creyendo que es peninsular, sin advertir los faroles rojos de papel en la entrada. Aunque, por otro lado, cada vez menos personas pueden darse el lujo de comer fuera de sus casas.

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