En estos días se llevan a cabo los intercolegiales de gaita, por lo que, al estar mi hijo menor en quinto año de bachillerato, conminado por mi mujer, que es implacable en el tema de la paternidad responsable, fui a verlo cantar con el grupo de su colegio.
Sábado en la mañana, la Concha Acústica de Bello Monte estaba atestada de padres, abuelos, hermanos y amigos de los gaiteros concursantes. Nos situamos en las gradas, mientras al frente, en contraste con el deterioro del lugar, se veía un escenario impecablemente puesto y lleno de gigantes y sofisticados equipos de sonidos, como si de un mitin político de la Venezuela saudita se tratara.
Tres guapas animadoras profesionales nos pedían paciencia porque el inicio del concurso se había retrasado, mientras sonaba una música pop callejera, que de puro ignorante no pude identificar, y cuyo retumbar de los bajos de las cornetas, hacia efecto timpánico en nuestro pecho.
Ya sentado, con la santa de mi suegra a un lado, y una querida comadre al otro, me di a la tarea de explorar mis alrededores.
Grupos de muchachos, uniformados con suntuosos y brillantes abalorios, que imagine eran conjuntos de gaita de los colegios participantes, se movían de un lado al otro, inquietos y divertidos, bromeando, jugando, conversando y gritando cosas que se apagaban con el estruendoso sonido de la música.
Numerosos familiares, vestidos con deportivos trajes que tenían estampadas frases como “papá gaitero”, “abuela gaitera”, “hermano gaitero”, sumado al nombre del colegio a cuya comunidad pertenecían, se agolpaban aquí y allá. En una epifanía masiva, me di cuenta de que tenía una nueva identidad, yo era un papá gaitero, aunque no tenía en la camisa ningún escrito que así lo revelara.
Una feria de comida y vendedores ambulantes remataban el espectáculo, que poco tenía que envidiar a un concierto de músicos famosos, de esos que abundan en la contrastante Venezuela de hoy.
Tras un buen rato de espera, los animadores presentaron al jurado del concurso y anunciaron al primer colegio participante. Ordenadamente, una enorme cantidad de muchachos, vestidos con llamativas prendas, se ordenaban en el escenario, músicos detrás, cantantes en el medio y un cuantioso cuerpo de baile al frente.
Pude distinguir un furro, un cuatro y una tambora, el resto eran todos instrumentos musicales orquestales, incluyendo violines y trompetas, además de un despliegue de instrumentos eléctricos y electrónicos. En el fondo de la tarima, una pantalla de grandes dimensiones mostraba un espectáculo gráfico, en el que se “coleaba” el nombre del colegio que estaba tocando.
Comenzada la música, el grupo de baile se movía enérgica y coordinadamente, con una coreografía, digna de cualquier espectáculo profesional. Simultáneamente, los músicos hacían su mejor esfuerzo orquestal y algunos de los cantantes destacaban por una curada afinación y sorprendente proyección de voz.
Aunque en los grupos que tuve el chance de ver, pocas gaitas se interpretaron, la puesta en escena, plena de matices pop contemporáneos mostraban una marcada profesionalidad, que hacían por momentos olvidar que los intérpretes, eran adolescentes en edad escolar.
Tras cada interpretación, hordas de familiares gritaban desesperados de emoción haciendo “barra” a sus queridos artistas debutantes. Esto me hacía sentir un pésimo padre, ya que yo apenas aplaudía tímidamente, mientras trataba de digerir la grandeza de un espectáculo que, a todas luces, sobredimensionaba una actividad extracurricular de carácter tradicionalista.
Me debatía internamente entre la agradable sorpresa de la grandiosa puesta en escena y la molestia generada por el hecho de pretender que unos muchachos se comporten como artistas profesionales, anunciaron la presentación del colegio de mi hijo. Haciendo los sentimientos y pensamientos intrusivos a un lado, limpié mis anteojos y me dispuse con gran concentración a ver al chiquito de la casa, quien, con un ahijado amado, hacían dupla de canto.
Al igual que en los colegios anteriores, salió el cuerpo de baile conformado por lindas jóvenes ataviadas con un vistoso traje, casi inmediatamente, salieron mi chamo y ahijado disfrazados de “rockeros” con chaqueta de cuero, y una estrella negra pintada en la cara. El espectáculo fue realmente fantástico, y lo más sorprendente, me enteré de que mi hijo, tiene una calidad vocal y una cadencia al moverse al ritmo de la música, que, sin duda alguna, no heredó de este servidor.
Mientras mi suegra lloraba y yo estaba paralizado por el sorprendente desempeño de mi retoño, me di cuenta, que el mismo, era producto de prácticas y ensayos de más de 6 meses.
Largo rato después, tras terminar el espectáculo, cuando se acercó a nosotros, exhausto y sudado, abracé a mi muchacho fuertemente y lo felicité por su actuación.
Al llegar de regreso a casa, le conté a mi mujer los pormenores de lo sucedido, mientras ella se alistaba para la próxima presentación que sería esa misma tarde. Mientras sonreía orgullosa de “su niño”, no pude dejar de exponerle mi ambivalencia respecto a lo que considero una deformación socialmente vanidosa de un objetivo educativo. Al respecto, me mandó al carajo, y me dijo que las gaitas escolares funcionaban de esa manera, desde que mis hijos mayores estaban en la escuela aunque no hubiesen sido parte de estas.
Cuando le pregunté cuánto habíamos pagado por la participación del chamo en esa parafernalia me dijo una cifra que me pareció escandalosa, pero decidí guardar un prudente silencio, para que mis prejuicios y posturas no amargaran un momento familiar agradable.
Todavía, al escribir estas líneas, tengo sentimientos encontrados por la felicidad de descubrir en escena a mi debutante cantante y el propósito de dar un mensaje a los chamos y al país, sobre el innecesario despilfarro de dinero dado por la grandiosidad del espectáculo, en un país donde mucha, mucha gente, puja por sobrevivir y cuyos hijos no podrían ni soñar, con ponerse uno de los trajes que vi.
Me pregunto si los venezolanos aprendimos que son las asimetrías sociales las que generan crisis políticas y económicas de gran calado. Me pregunto también, si la enorme cantidad de plata gastada en los intercolegiales gaiteros no podría ser empleada para ayudar en temas educativos a los muchachos más vulnerables.
Sé de sobra, que es deber del Estado el atender las necesidades básicas, así como del derecho a l inclusión de la población desfavorecida, pero cada día estoy más convencido, de que Usted y yo, los ciudadanos de a pie, somos parte fundamental de ese Estado.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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Sábado en la mañana, la Concha Acústica de Bello Monte estaba atestada de padres, abuelos, hermanos y amigos de los gaiteros concursantes. Nos situamos en las gradas, mientras al frente, en contraste con el deterioro del lugar, se veía un escenario impecablemente puesto y lleno de gigantes y sofisticados equipos de sonidos, como si de un mitin político de la Venezuela saudita se tratara.
Tres guapas animadoras profesionales nos pedían paciencia porque el inicio del concurso se había retrasado, mientras sonaba una música pop callejera, que de puro ignorante no pude identificar, y cuyo retumbar de los bajos de las cornetas, hacia efecto timpánico en nuestro pecho.
Ya sentado, con la santa de mi suegra a un lado, y una querida comadre al otro, me di a la tarea de explorar mis alrededores.
Grupos de muchachos, uniformados con suntuosos y brillantes abalorios, que imagine eran conjuntos de gaita de los colegios participantes, se movían de un lado al otro, inquietos y divertidos, bromeando, jugando, conversando y gritando cosas que se apagaban con el estruendoso sonido de la música.
Numerosos familiares, vestidos con deportivos trajes que tenían estampadas frases como “papá gaitero”, “abuela gaitera”, “hermano gaitero”, sumado al nombre del colegio a cuya comunidad pertenecían, se agolpaban aquí y allá. En una epifanía masiva, me di cuenta de que tenía una nueva identidad, yo era un papá gaitero, aunque no tenía en la camisa ningún escrito que así lo revelara.
Una feria de comida y vendedores ambulantes remataban el espectáculo, que poco tenía que envidiar a un concierto de músicos famosos, de esos que abundan en la contrastante Venezuela de hoy.
Tras un buen rato de espera, los animadores presentaron al jurado del concurso y anunciaron al primer colegio participante. Ordenadamente, una enorme cantidad de muchachos, vestidos con llamativas prendas, se ordenaban en el escenario, músicos detrás, cantantes en el medio y un cuantioso cuerpo de baile al frente.
Pude distinguir un furro, un cuatro y una tambora, el resto eran todos instrumentos musicales orquestales, incluyendo violines y trompetas, además de un despliegue de instrumentos eléctricos y electrónicos. En el fondo de la tarima, una pantalla de grandes dimensiones mostraba un espectáculo gráfico, en el que se “coleaba” el nombre del colegio que estaba tocando.
Comenzada la música, el grupo de baile se movía enérgica y coordinadamente, con una coreografía, digna de cualquier espectáculo profesional. Simultáneamente, los músicos hacían su mejor esfuerzo orquestal y algunos de los cantantes destacaban por una curada afinación y sorprendente proyección de voz.
Aunque en los grupos que tuve el chance de ver, pocas gaitas se interpretaron, la puesta en escena, plena de matices pop contemporáneos mostraban una marcada profesionalidad, que hacían por momentos olvidar que los intérpretes, eran adolescentes en edad escolar.
Tras cada interpretación, hordas de familiares gritaban desesperados de emoción haciendo “barra” a sus queridos artistas debutantes. Esto me hacía sentir un pésimo padre, ya que yo apenas aplaudía tímidamente, mientras trataba de digerir la grandeza de un espectáculo que, a todas luces, sobredimensionaba una actividad extracurricular de carácter tradicionalista.
Me debatía internamente entre la agradable sorpresa de la grandiosa puesta en escena y la molestia generada por el hecho de pretender que unos muchachos se comporten como artistas profesionales, anunciaron la presentación del colegio de mi hijo. Haciendo los sentimientos y pensamientos intrusivos a un lado, limpié mis anteojos y me dispuse con gran concentración a ver al chiquito de la casa, quien, con un ahijado amado, hacían dupla de canto.
Al igual que en los colegios anteriores, salió el cuerpo de baile conformado por lindas jóvenes ataviadas con un vistoso traje, casi inmediatamente, salieron mi chamo y ahijado disfrazados de “rockeros” con chaqueta de cuero, y una estrella negra pintada en la cara. El espectáculo fue realmente fantástico, y lo más sorprendente, me enteré de que mi hijo, tiene una calidad vocal y una cadencia al moverse al ritmo de la música, que, sin duda alguna, no heredó de este servidor.
Mientras mi suegra lloraba y yo estaba paralizado por el sorprendente desempeño de mi retoño, me di cuenta, que el mismo, era producto de prácticas y ensayos de más de 6 meses.
Largo rato después, tras terminar el espectáculo, cuando se acercó a nosotros, exhausto y sudado, abracé a mi muchacho fuertemente y lo felicité por su actuación.
Al llegar de regreso a casa, le conté a mi mujer los pormenores de lo sucedido, mientras ella se alistaba para la próxima presentación que sería esa misma tarde. Mientras sonreía orgullosa de “su niño”, no pude dejar de exponerle mi ambivalencia respecto a lo que considero una deformación socialmente vanidosa de un objetivo educativo. Al respecto, me mandó al carajo, y me dijo que las gaitas escolares funcionaban de esa manera, desde que mis hijos mayores estaban en la escuela aunque no hubiesen sido parte de estas.
Cuando le pregunté cuánto habíamos pagado por la participación del chamo en esa parafernalia me dijo una cifra que me pareció escandalosa, pero decidí guardar un prudente silencio, para que mis prejuicios y posturas no amargaran un momento familiar agradable.
Todavía, al escribir estas líneas, tengo sentimientos encontrados por la felicidad de descubrir en escena a mi debutante cantante y el propósito de dar un mensaje a los chamos y al país, sobre el innecesario despilfarro de dinero dado por la grandiosidad del espectáculo, en un país donde mucha, mucha gente, puja por sobrevivir y cuyos hijos no podrían ni soñar, con ponerse uno de los trajes que vi.
Me pregunto si los venezolanos aprendimos que son las asimetrías sociales las que generan crisis políticas y económicas de gran calado. Me pregunto también, si la enorme cantidad de plata gastada en los intercolegiales gaiteros no podría ser empleada para ayudar en temas educativos a los muchachos más vulnerables.
Sé de sobra, que es deber del Estado el atender las necesidades básicas, así como del derecho a l inclusión de la población desfavorecida, pero cada día estoy más convencido, de que Usted y yo, los ciudadanos de a pie, somos parte fundamental de ese Estado.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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