OPINIÓN · 17 MARZO, 2017 18:55

«Dicen que están matando gente, pero están matando es malandros…”

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Marelia Armas / John Souto

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Robert, Jesús Daniel y Alexandra, todos de 10 años, forman parte de un grupo que desarrolla actividades artísticas con las cuales interpretan y representan situaciones de su cotidianidad. Mientras dibujan un mapa de dónde residen o lo que más les gusta de ese lugar, conversan sobre inquietudes que definen su día a día en una conocida comunidad popular al oeste de Caracas.

Combinando cierta confianza con algo de suspicacia respecto a nosotros, los adultos que facilitamos la actividad, comentan sobre las numerosas muertes por armas de fuego ocurridas en los últimos meses y también sobre la función que cumplen los malandros en la comunidad, el rol de la policía y la fascinación o cuestionamiento que pueden tener por estas figuras:

“…hay unos que dicen que los malandros protegen a la comunidad…” (Jesús Daniel)

“…eso dicen ellos…” (Robert con tono irónico)

“…dicen que nos cuidan… yo no sé, dicen que sí que ellos nos cuidan, pero uno se asusta… uno cree que están matando gente, pero en verdad están matando malandros, se están matando entre sí…” (responde Alexandra)

“…mi papá es amigo de un malandro, El Sam y El Ermitaño… bueno, no son amigos, los conoce…” (comenta Jesús Daniel, refiriéndose a los supuestos jefes de la banda en el sector)

“… yo he visto pistolas de 50 balas…” (Jesús Daniel)

“…¿la policía? No, aquí no pasa la policía…” (Alexandra)

“…Subió el Sebin, porque estaban buscando al papá de un compañero de la escuela que había salido de la cárcel…” (Robert)

“… sí, los caras negras suben a buscar malandros…” (Jesús Daniel refiriendo que los policías suelen subir con el rostro cubierto con pasa montañas).

“…no sí, aquí han pasado muchas tragedias, mataron a un señor cerca del centro comunitario y a un muchacho que estaba haciendo cola para pagar el clap…” (Alexandra)

Basta puntualizar que en este puñado de diálogos destacan la deshumanización de las relaciones (sólo matan malandros); la fascinación y terror por la figura del malandro; la ausencia o participación cuestionable de la policía; el fácil acceso a las armas de fuego; la familiaridad con la agentes de la violencia; la presencia recurrente de la muerte como componente de la cotidianidad, entre los temas que los(as) niños(as), pudieron conversar con cierta franqueza, incorporando sus cuestionamientos e interpretaciones sobre lo vivido.

La dramática situación de violencia que sufren las comunidades la venimos siguiendo desde la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN). La repetición de muertes violentas, la ausencia de controles en la distribución de armas, las políticas represivas de seguridad que violan los derechos humanos de la población, el novedoso y complejo entramado organizativo de las bandas implicadas en la violencia, son sólo algunos de los indicadores que se vienen visualizando como expresión y causa del sufrimiento en las comunidades.

Junto con las grandes cifras, nos topamos con los registros de los efectos de esa violencia en lo cotidiano, reconfigurando las relaciones entre vecinos y los contextos donde crecen niños(as) y jóvenes. El sufrimiento se observa en la confusión de los referentes (malandros y policías), quienes se erigen como opciones restringidas de roles futuros, siendo al mismo tiempo admirados superhéroes o imponentes amenazas, o incluso como seres queridos o adversarios letales.

Para estos niños(as) la sensación de vulnerabilidad y desconfianza es permanente y cotidiana, pero además se da en un escenario de profunda exclusión social, donde las limitaciones de la crisis alimentaria, el acceso a Derechos sociales como la salud son aún más marcados, y la educación no resulta competitiva ante las opciones que les ofrece la violencia.

En alianza con la UCAB, que lleva décadas realizado actividades con comunidades populares del oeste de Caracas, hemos podido ir registrando el sufrimiento psicológico y social de la exclusión y la violencia. El trabajo con estos(as) y otros(as) niños(as) viene enseñándonos lo pertinente de iniciativas con carácter artístico, cuyo acercamiento invite a conversar y a reelaborar las difíciles experiencias cotidianas relacionadas con la violencia.

En las palabras de esos(as) niños(as) derivadas del escenario vivido, encontramos la semilla de una mirada que en el futuro colocará en absolutos a ellos(as) y los(as) otros(as), en buenos y malos, en protectores y agresores, en ricos y pobres, en jefes y subordinados.

Esa forma de narrar el mundo encarna la violencia vivida, pero al poder representarla y dialogarla libremente en actividades de carácter artístico se tambalea la consolidación de esos estereotipos polarizantes. Al encararse con la diversidad de miradas de qué es ser malandro, qué es ser policía, ser de la comunidad o extraño a ella, es posible ver al(la) otro(a) de manera compleja e integrada, en las razones que lo mueven y los sufrimientos que los aquejan. El representar en conjunto, el repensar lo establecido con el arte que siempre es volver a crear, es una posibilidad de humanizar los vínculos ahora impositivos, represivos, autoritarios y competitivos que requieren dejar atrás la diversidad y el encuentro, para sostener el control de la vida en comunidad.

Estos niños(as) crecen en medio de esta violencia y probablemente se apropiarán de ella para su vida futura no sólo por el sostenimiento de la misma debido a las políticas públicas que perpetúan la exclusión y reproducen la violencia a través de la represión y violación de derechos humanos, las cuales debemos seguir combatiendo y denunciando; sino también por la reiteración de iniciativas bien intencionadas, tanto de origen público como privado, pero centradas en aleccionamiento por parte de quienes se creen moralmente superiores, promoviendo salidas educativas descontextualizadas y por tanto inoperantes.

Igualmente vanas resultan las iniciativas que buscan la promoción del liderazgo y la competencia en el activismo comunitario, que terminan siendo arreglos forzados y cultores de nuevos rostros en las dinámicas de dominación (violencia), pues repiten la asimetría, la exclusión, la imposición, en fin, la inequidad y arbitrariedad en las relaciones sociales.

Ante el escenario actual y las soluciones repetidas que encubren también narrativas de desigualdad, el único canal de expresión sigue siendo la violencia y en consecuencia continuará el escenario de letalidad. Pero los(as) niños(as) desde el sufrimiento que testifican, nos recuerdan que la re-creación artística favorece el espacio para volver a elaborar y cuestionar en conjunto el sistema establecido donde el código perpetúa las posturas absolutas que terminan deshumanizándonos, este espacio cercano de encuentro con el otro permite el intercambio desde la diversidad y con miradas que intentan no ser valorativas. Quizás convendría buscar más estos espacios de encuentro donde escuchemos con detenimiento lo dicho por estos(as) niños(as). Quizás así todos nos percatemos que no sólo matan malandros sino que todos los que matan también son gente.

 

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Combinando cierta confianza con algo de suspicacia respecto a nosotros, los adultos que facilitamos la actividad, comentan sobre las numerosas muertes por armas de fuego ocurridas en los últimos meses y también sobre la función que cumplen los malandros en la comunidad, el rol de la policía y la fascinación o cuestionamiento que pueden tener por estas figuras:

“…hay unos que dicen que los malandros protegen a la comunidad…” (Jesús Daniel)

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“…no sí, aquí han pasado muchas tragedias, mataron a un señor cerca del centro comunitario y a un muchacho que estaba haciendo cola para pagar el clap…” (Alexandra)

Basta puntualizar que en este puñado de diálogos destacan la deshumanización de las relaciones (sólo matan malandros); la fascinación y terror por la figura del malandro; la ausencia o participación cuestionable de la policía; el fácil acceso a las armas de fuego; la familiaridad con la agentes de la violencia; la presencia recurrente de la muerte como componente de la cotidianidad, entre los temas que los(as) niños(as), pudieron conversar con cierta franqueza, incorporando sus cuestionamientos e interpretaciones sobre lo vivido.

La dramática situación de violencia que sufren las comunidades la venimos siguiendo desde la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia (REACIN). La repetición de muertes violentas, la ausencia de controles en la distribución de armas, las políticas represivas de seguridad que violan los derechos humanos de la población, el novedoso y complejo entramado organizativo de las bandas implicadas en la violencia, son sólo algunos de los indicadores que se vienen visualizando como expresión y causa del sufrimiento en las comunidades.

Junto con las grandes cifras, nos topamos con los registros de los efectos de esa violencia en lo cotidiano, reconfigurando las relaciones entre vecinos y los contextos donde crecen niños(as) y jóvenes. El sufrimiento se observa en la confusión de los referentes (malandros y policías), quienes se erigen como opciones restringidas de roles futuros, siendo al mismo tiempo admirados superhéroes o imponentes amenazas, o incluso como seres queridos o adversarios letales.

Para estos niños(as) la sensación de vulnerabilidad y desconfianza es permanente y cotidiana, pero además se da en un escenario de profunda exclusión social, donde las limitaciones de la crisis alimentaria, el acceso a Derechos sociales como la salud son aún más marcados, y la educación no resulta competitiva ante las opciones que les ofrece la violencia.

En alianza con la UCAB, que lleva décadas realizado actividades con comunidades populares del oeste de Caracas, hemos podido ir registrando el sufrimiento psicológico y social de la exclusión y la violencia. El trabajo con estos(as) y otros(as) niños(as) viene enseñándonos lo pertinente de iniciativas con carácter artístico, cuyo acercamiento invite a conversar y a reelaborar las difíciles experiencias cotidianas relacionadas con la violencia.

En las palabras de esos(as) niños(as) derivadas del escenario vivido, encontramos la semilla de una mirada que en el futuro colocará en absolutos a ellos(as) y los(as) otros(as), en buenos y malos, en protectores y agresores, en ricos y pobres, en jefes y subordinados.

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Estos niños(as) crecen en medio de esta violencia y probablemente se apropiarán de ella para su vida futura no sólo por el sostenimiento de la misma debido a las políticas públicas que perpetúan la exclusión y reproducen la violencia a través de la represión y violación de derechos humanos, las cuales debemos seguir combatiendo y denunciando; sino también por la reiteración de iniciativas bien intencionadas, tanto de origen público como privado, pero centradas en aleccionamiento por parte de quienes se creen moralmente superiores, promoviendo salidas educativas descontextualizadas y por tanto inoperantes.

Igualmente vanas resultan las iniciativas que buscan la promoción del liderazgo y la competencia en el activismo comunitario, que terminan siendo arreglos forzados y cultores de nuevos rostros en las dinámicas de dominación (violencia), pues repiten la asimetría, la exclusión, la imposición, en fin, la inequidad y arbitrariedad en las relaciones sociales.

Ante el escenario actual y las soluciones repetidas que encubren también narrativas de desigualdad, el único canal de expresión sigue siendo la violencia y en consecuencia continuará el escenario de letalidad. Pero los(as) niños(as) desde el sufrimiento que testifican, nos recuerdan que la re-creación artística favorece el espacio para volver a elaborar y cuestionar en conjunto el sistema establecido donde el código perpetúa las posturas absolutas que terminan deshumanizándonos, este espacio cercano de encuentro con el otro permite el intercambio desde la diversidad y con miradas que intentan no ser valorativas. Quizás convendría buscar más estos espacios de encuentro donde escuchemos con detenimiento lo dicho por estos(as) niños(as). Quizás así todos nos percatemos que no sólo matan malandros sino que todos los que matan también son gente.

 

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