Salgo de casa con dificultad, sé que debo recorrer un escenario difícil. Los vehículos circulan a contravía, la gente anda arrecha, protestando detrás de improvisados parapetos. La calle está cruzada de cables y alambres que limitan la circulación. La verdad es que debo saltar por encima de las barricadas, bordear la basura que se desborda a lo largo y ancho de mi calle. Avanzo un poco más, la siguiente calle está desolada, nadie la recorre. Hay una calma tensa, parece que todo está preparado para una nueva batalla campal.
No puedo evitar pensar que nos movemos al ritmo de la irracionalidad, la gente no parece dispuesta a pararse a pensar las cosas con cuidado. Nos habita el espíritu de la montonera en pleno siglo XXI. Asombra lo primitivos que podemos ser cuando se instalan las diversas formas de barbarie. Las ratas hacen festín entre la basura, lo cierto es que los vecinos han trancado la calle desde hace días, por acá no pasa el aseo urbano. El olor fétido corona el desorden. Se trata de manera muy clara de la estética de la confrontación. Vivimos en medio de una sociedad violenta que se violenta a sí misma sin darse cuenta.
Hemos olvidado que la verdad no se juega en los extremos, que la convivencia solo es posible allí donde logramos encontrarnos, reconocer al otro como un sujeto valioso, aceptar las diferencias, construir espacios para el diálogo. Al final de la historia, las alternativas son pocas: o nos sentamos a conversar y vemos desde dónde nos construimos como república o nos caemos a coñazos. Vivimos una situación de anormalidad que no se resuelve fácilmente.
La verdad es que nos encontramos atrapados en una masa ideológica gelatinosa, que nadie conceptualiza, que se desdibuja en el discurso sentimental, sin categorías que uno escucha en ambos ámbitos de nuestro espacio político y que, al final de la historia, tienen ambos una naturaleza profundamente fascista, profundamente excluyente y, en consecuencia, profundamente violenta.
Ya no nos bastan las formas represivas del Estado. La experiencia histórica indica que la violencia tiende a moverse de manera ascendente. Ese parece ser nuestro caso, las denuncias de los abusos gubernamentales en la represión de las manifestaciones son bien conocidas y evidentes. Estas se encuentran bien documentadas. El asunto se sale de proporción cuando esa violencia empieza a tocar a la sociedad de una manera más descarnada que de costumbre.
Si uno observa con cuidado son cada vez mayores las manifestaciones de odio que se hacen evidentes entre nosotros. Una sociedad que corea a fuerza que unos muchachos encapuchados son héroes, es una sociedad en problemas. También lo es aquella que arma grupos paramilitares, la que auspicia el saqueo como forma de protesta o como forma de control social. No lo está menos la que se desnuda en la calle, la que hace marchas a cambio de una bolsa de comida, la que manda a la gente a bañarse a Río Guaire o la que le cae a coñazos, mediante una cayapa, a un par de tipos gorditos en el CCCT simplemente porque se les parece a alguien a quien odian.
¿Qué pasaría si unos y otros se deciden a romper todos los límites y a responder a mansalva? ¿Cuántos muertos estamos dispuestos a contabilizar?
Somos irresponsables cuando decidimos que lo público se resuelva en medio de una confrontación y no mediante formas negociadas de resolución de controversias. Nos movemos entre ilusiones. Un simple proceso electoral es evidentemente insuficiente para resolver la ruptura normativo/ moral en la que se mueve la sociedad venezolana.
Acá de lo que se trata es de redefinir las reglas del juego, de establecer mecanismos para la convivencia colectiva. ¿Es necesario un proceso constituyente? Yo creo que sí. Lo que escrito antes. Pero, claro, no desde la perspectiva planteada por el gobierno. Un proceso constituyente debe ser imparcial, debe reconocer al otro y sus intereses, debe ser respetuoso. Lo que se nos ha planteado no cumple rigurosamente con el requisito de la legitimidad. No por las formas dudosas de la convocatoria, sino porque a todas luces excluye gente.
La montonera es Boves, es peligrosa, implica la disolución del país, la desunión, el odio, la confrontación permanente. ¿Ya estamos allí, o sólo cerca? Esa es una pregunta crucial en términos de lo que nos toca vivir en el futuro cercano. La verdad es que yo no tengo respuestas, solo preocupaciones. En todo caso toca tener cuidado con las tentaciones.
Foto: fotograma de la película Taita Boves, de Luis Alberto Lamata.
Profesor:
¡¡¡¡Brillante!!!!!!!!!!!!!!!!!
Ójala lo escuchen y lo entiendan!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Excelente y muy cierto y sobretodo triste.. muy triste, pero real.
Saludos estimado Doctor. Desde el CIAECiS UC, casa de investigadores, le saludamos. Llevamos dos años realizando un estudio acerca de la “Antropología del Taita venezolano: Desde Boves y Páez hasta Chávez”. ¡Fuerte abrazo!
Estimado Dr. Latouche, comparto con usted la percepción de que la actitud de que algunos de nuestros conciudadanos (y en especial nuestro vecinos) han empezado a dejar de lado la racionalidad y han comenzado a manifestarse de forma primitiva, animal. La rabia, el desespero, la frustración y hasta la desesperanza salen a relucir en las conductas de nuestra más reciente cotidianidad. Huelga explicar las razones de ello, eso no me preocupa. Al igual que usted me interesa más ver hacia adelante puesto que la interrogante que usted se hace acerca de cuán cerca estamos de la mutua barbarie me aterra más que cualquier cosa. Y más aún.: ¿Con qué ánimos enfrentaremos nuestro futuro?
Sin dejar de lado este contexto, invito a toda la sociedad a que empecemos a vernos más como interdependientes que como una simple montonera. Ya usted -y el Taita- nos deja ver el por qué.
Saludos cordiales.