En estos tiempos aciagos de contienda política y confrontación en la calle, algunos temas agitan nuestra preocupación, sobre todo pensando en la Venezuela que nos toca reconstruir en el futuro cercano.

Un tema en particular es la magnitud de los familiares sobrevivientes de las víctimas de violencia armada en nuestro país. Esta población ha adquirido una proporción tan importante que es perentorio el desarrollo de una ley y un sistema de atención y protección de víctimas, si deseamos poder forjar un futuro de convivencia plural –que incluya, por supuesto, la diversidad, el conflicto– pero que interrumpa los ciclos fatales de la violencia letal.

Sabemos que para muchos, la urgencia de las definiciones se da este mes, pero también sabemos que el país continuará después de julio, y que hay temas que desde ya hay que tener en agenda para reconstruir un país en el que quepamos todos.

Los datos sustentan nuestra preocupación: La Fiscal denunció en marzo de este año que 21.752 personas, la gran mayoría hombres, habían muerto de manera violenta en 2016. Si asumimos que estas personas tenían como mínimo, una madre y una pareja o un hijo, eso significa –de manera conservadora–que solo en un año tenemos 60.000 sobrevivientes de la violencia armada. Esto sin considerar las muertes de este año 2017, que incluyen las 96 personas fallecidas en el ciclo de protestas iniciado en abril. ¿Cómo puede una sociedad plantearse un futuro de convivencia con esta cuantía de gente cuyos derechos más básicos han sido vulnerados de esta manera? ¿Cómo podemos restituir la experiencia de ciudadanía a gente que vive en zozobra por la falta de justicia y el abandono?

Es fundamental para el avenir de la democracia venezolana restaurar los derechos de los familiares sobrevivientes. De no hacerlo tendremos una gran cantidad de la población en desasosiego por sus pérdidas, impedidas, por la vulneración a sus Derechos y dignidad, de incorporarse a la tarea de la reconstrucción social. Pero también, tendremos más varones en duelo, instados por el desamparo y el dolor de sus familiares, en especial sus madres, a cobrar venganza.

Todo lo que continúa el ciclo intergeneracional de la violencia armada que resulta interminable; es una de las raíces de la permanente confrontación armada que vivimos en este país desde hace décadas. Pero también, de acuerdo a nuestras investigaciones, es la indiferencia histórica experimentada por los familiares de las víctimas de la violencia armada frente a sus duelos, una de las bases de la intensa polarización social, económica y política que hemos vivido estos años, y que actualmente se nos presenta como uno de los desafíos más trascendentales a superar para recuperar nuestro futuro democrático.

En este sentido, desde la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia REACIN, en conjunto con muchos colegas –reunidos además en el marco de la campaña regional Instinto de Vida que busca la reducción de 50% de los homicidios en América Latina en 10 años–, al precisamente advertir la envergadura de esta problemática, estamos convencidos de la urgencia de contar con una ley y un sistema de apoyo que permita a los familiares sobrevivientes pasar de víctimas a ciudadanos y poder desarrollar resiliencia colectiva.

No se trata pues de un asunto “individual” de las víctimas, que nunca podrán hacerlo por sí mismas; se trata del desafío de construir una trama de apoyo institucional que permita procesos de justicia para cerrar los duelos y la reparación emocional, acompañada de una red de oportunidades sociales y económicas que permita la recomposición subjetiva y familiar, y poco a poco la recuperación de un bienestar y sentido de pertenencia a un colectivo. Se necesitará una amplia movilización para lograr este cometido en el mediano y largo plazo.

Y quisiéramos cerrar diciendo que no nos mueve una orientación misericordiosa; se trata de la conciencia de que todos estamos expuestos a todos, y demasiado, porque cohabitamos en esta ciudad, y, a fin de cuentas, en este país. Y ya va siendo el momento histórico de darnos cuenta que si el “ellos” no está bien el “nosotros” tampoco puede estarlo. Se trata pues de un realismo ciudadano que debemos comenzar a asumir, de cara a los trascendentales desafíos que se nos ciernen.

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