En El Salvador las pandillas controlan los barrios #InstintoDeVida

LA HUMANIDAD · 1 FEBRERO, 2018 19:36

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Efecto Cocuyo | @efectococuyo


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Dejamos atrás la onda expansiva de los tubos de escape del Gran San Salvador, el apelativo colosal con el que nuestro conductor se refiere al área metropolitana de la capital salvadoreña, para ir a un vecindario a las afueras controlado por la Mara Salvatrucha o MS-13.

Como parte de la investigación de un informe del International Crisis Group sobre políticas de seguridad en El Salvador, el objetivo de nuestra visita es conocer de primera mano cómo es el día a día en una zona de pandillas y cuáles son las preocupaciones de quienes viven en tales condiciones – que son la mayoría de los salvadoreños, si tenemos en cuenta que más de la mitad de los 262 municipios del país, según estimaciones conservadoras, cuenta con la presencia de estos grupos criminales.

Para evitar problemas, nos advirtieron llevar ropa informal, a ser posible sin letras ni tampoco números – especialmente 13 o 18, que hacen alusión a las pandillas más grandes del país: la MS-13, la 18-Sureños y la 18-Revolucionarios.

Unos kilómetros antes de llegar, el colega que nos facilitó la visita nos hace una advertencia de última hora: “Si pasa cualquier cosa, me dejan hablar a mí. Y en ningún caso traten de mirarles a los ojos, para no parecer desafiantes”.

Tomamos un desvío desde la carretera principal para entrar a la comunidad a la que nos dirigimos, y lo primero que vemos desde las ventanillas sin polarizar de nuestro vehículo es una sorprendente atmósfera de calma.

Son alrededor de las cuatro, y una caravana de chicos de uniforme peregrinan hacia sus casas siguiendo el borde del camino bajo la sombra de unos árboles que no dejan pasar el ardiente sol de media tarde.

Al final de la carretera sin asfaltar por la que va tambaleándose nuestra camioneta adivinamos las siluetas de un grupo de jóvenes, algunos de ellos con gorra y sin camisa, unos de pie y otros sentados, en lo que parece ser un control de carretera improvisado.

Aminoramos la marcha, bajamos las ventanillas y uno de los líderes comunitarios que nos acompaña saca el brazo para saludar a los soldados de la MS-13, uno de los rangos más bajos en la jerarquía pandillera, quienes al verle nos hacen un gesto para que sigamos.

Adivino la escena por el rabillo del ojo y trato de no perder de vista el horizonte, disimulando la expresión de forzada tranquilidad. Ya llegamos.

La mayoría de las comunidades en El Salvador, incluso las más humildes, suelen tener un portón de acceso del que solo tienen la llave los inquilinos. Donde fuimos a parar nosotros hasta tenían un sistema de vigilancia 24 horas, en el que el acceso lo custodiaban por turnos los hombres del vecindario.

Parecía inevitable preguntar por qué tantas medidas de seguridad en un lugar tan alejado y en aparente calma, pero esperamos a que los vecinos nos hablaran de ello mientras charlábamos del día a día en la comunidad.

Vecindarios como éste se han convertido en los últimos años en el foco del conflicto entre fuerzas de seguridad y pandilleros. Entre enero de 2015 y agosto de 2016, la Policía Nacional Civil (PNC) de El Salvador registró 1.074 enfrentamientos armados.

Tras ganar las elecciones de 2014, el nuevo ejecutivo rompió con la política de tregua con las pandillas de su predecesor Mauricio Funes.

La nueva versión de la política de “mano dura”, a la cual han recurrido todos los Gobiernos de El Salvador desde 2003, ha sido el pilar de la estrategia de seguridad del presidente Salvador Sánchez Cerén, de la exguerrilla Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).

El aumento de operativos antipandillas en las comunidades en los últimos años se complementa con una serie de medidas extraordinarias en ciertas cárceles en las que los pandilleros permanecen aislados en condiciones deplorables, así como de una ambiciosa estrategia de prevención llamada “Plan El Salvador Seguro” que, a pesar de que incluye la rehabilitación como uno de sus cinco ejes, se ha venido implementando centrándose casi exclusivamente en combatir la criminalidad.

Llegado el momento, me dispongo a preguntar: “¿Cómo funciona aquí el tema de las pandillas? ¿Les dejan tranquilos?”. De repente, nuestro interlocutor se acerca abriendo bien los ojos: “Ellos”, susurra, como si pudieran oírnos, “no son el problema. Si no les haces nada, ellos nos dejan tranquilos. Pero la policía sí es un problema”.

Uno de los colegas que nos acompaña se une a la conversación y nos cuenta que, hace unos meses, un grupo conjunto de policías y militares, la fórmula híbrida que se ha convertido en la norma en todos los operativos antipandillas en El Salvador, le maltrataron a la entrada de la comunidad. “Hasta me apuntaron con su pistola. Fue muy desagradable”, confiesa.

Aunque la Policía Nacional Civil (PNC) salvadoreña es uno de los cuerpos con mayor respaldo popular en Centroamérica, la presión sobre este organismo del Estado y el ciclo de venganzas entre pandilleros y policías se ha disparado desde el fracaso de la tregua y la implementación de la nueva estrategia de seguridad.

Solo en 2017, las pandillas han asesinado un total de 66 agentes de seguridad. Dado que un gran número de policías vive en zonas controladas por pandillas, muchos de ellos tienen que vivir escondidos en su propio vecindario o cambiar de domicilio para salvar la vida. Ahora son el blanco directo de quienes buscan contraatacar al Estado ante el aumento de la represión, aseguran fuentes cercanas a estos grupos.

“Y, entonces, ¿ustedes pueden ir y hablar con ellos sin problema?”, les pregunto. “Sí, así es. Cuando hay un problema, nosotros nos reunimos y arreglamos con ellos. Ya nos conocen, todos somos de acá”, nos cuenta el líder comunitario al que entrevistamos.

A pesar de que las pandillas son consideradas grupos terroristas por la Corte Suprema de Justicia de El Salvador desde el año 2015, la realidad en comunidades como ésta se repite en todo el país. El diálogo con pandilleros, considerados por el propio Estado la autoridad de facto en muchas zonas, es el pan de cada día para miles de salvadoreños.

“Ahora, le digo una cosa”, nos cuenta nuestro interlocutor, “esos chicos, lo que necesitan es trabajo. Si a ellos les dieran trabajo, se acabaría la delincuencia”. El líder comunitario nos habla de un experimento personal que tuvo con los pandilleros del barrio.

Cuando el vecindario necesitó mano de obra para construir nuevas viviendas, él contrató a los que ahora hacían de postes en el control de entrada a la comunidad. Nos contó que, cuando se terminó la obra, los patojos, como llaman los salvadoreños a los jóvenes, volvieron a hacer de las suyas.

La historia de este líder comunitario es un reflejo de la difícil realidad económica que vive El Salvador, el país de menor crecimiento económico de Centroamérica. Lastrada por los altos niveles de criminalidad y las carencias de su sector productivo, la economía del país está esencialmente terciarizada y un 16% del PIB proviene de las remesas de Estados Unidos.

Los call centers, donde terminan muchos de los deportados de Estados Unidos con alto nivel de inglés, se han convertido en la gran esperanza de la creación de empleo, mientras que uno de cada cinco jóvenes en El Salvador de edades comprendidas entre los 15 y 24 años no estudia ni trabaja.

Nuestros anfitriones nos avisan de que es mejor salir de allí antes del ocaso, que es más seguro. Así que nos despedimos con un fuerte apretón de manos, a la vez que les prometemos volver para darles una copia del informe cuando esté listo.

Arrancamos la camioneta y dejamos la comunidad para volver a pasar por el control improvisado de la MS-13. Una vez más, aminoramos la marcha, bajamos las ventanillas.

Aunque me propongo ser fuerte y seguir mirando al horizonte como cuando entré, la curiosidad me carcome y desvío un poco la mirada para poder mirarles, para ver a los que representan la amenaza de la que acabamos de hablar entre susurros, los que ponen de rodillas a más de medio país y al que el mismísimo presidente de Estados Unidos dedica una ridícula cantidad de su discurso público.

Lo que vi fue un chico alto y moreno, de no más de 16 años, sin camisa y con una pala al hombro. Tenía una mirada altiva y se llevaba una mano a la cadera. Parecía un aprendiz de obrero haciendo una pausa antes de la faena. Acercó una mano hacia el vehículo. Al preguntarle yo a nuestro colega si quería algo, me respondió que “piden una ayudita, porque están parcheando el camino. A veces les damos, pero hoy no llevo monedas”.

Al llegar a la carretera principal, me acuerdo de las palabras de uno de los vecinos: “Esos chicos, lo que necesitan es trabajo. Si a ellos les dieran trabajo, se acabaría la delincuencia”, y me pregunto qué les esperará a esos jóvenes soldados de la MS-13, sin recursos y con un futuro asegurado de cárcel o de muerte.

En el probable caso de que, llegados a cierta edad, quisieran salirse de la pandilla – como estima una reciente encuesta realizada por la Universidad Internacional de Florida a más de 1.000 pandilleros encarcelados -, tendrían que alegar motivos familiares o convertirse en miembros activos de una iglesia evangélica, las únicas vías aceptadas para “calmarse” o salirse del grupo.

Cae la noche en el Gran San Salvador. Según nos vamos alejando de la comunidad, pienso en los vecinos con los que conversamos, los obreros-soldados de la MS-13 y los policías que amedrentaron al compañero. Todos salvadoreños, todos humildes y con un futuro incierto que dudo que una política de seguridad, por buena que sea, pueda mejorar.

Solo un profundo cambio del modelo económico, una verdadera política de atención a las víctimas, que no criminalice a la gente por el lugar en el que vive y, sobre todo, un ejercicio de diálogo comunitario con quienes quieran dejar la vida criminal pueden mejorar la perspectiva de país.

Mientras tanto, la violencia en El Salvador seguirá siendo igual que la justicia, tal y como la describió de forma tan perspicaz Monseñor Óscar Romero: “Es como las serpientes, que solo muerden a los que van descalzos”.

Por Sofía Marrtínez en Nota de Democracia Abierta (opendemocracy.net)

LA HUMANIDAD · 1 FEBRERO, 2018

En El Salvador las pandillas controlan los barrios #InstintoDeVida

Texto por Efecto Cocuyo | @efectococuyo

Dejamos atrás la onda expansiva de los tubos de escape del Gran San Salvador, el apelativo colosal con el que nuestro conductor se refiere al área metropolitana de la capital salvadoreña, para ir a un vecindario a las afueras controlado por la Mara Salvatrucha o MS-13.

Como parte de la investigación de un informe del International Crisis Group sobre políticas de seguridad en El Salvador, el objetivo de nuestra visita es conocer de primera mano cómo es el día a día en una zona de pandillas y cuáles son las preocupaciones de quienes viven en tales condiciones – que son la mayoría de los salvadoreños, si tenemos en cuenta que más de la mitad de los 262 municipios del país, según estimaciones conservadoras, cuenta con la presencia de estos grupos criminales.

Para evitar problemas, nos advirtieron llevar ropa informal, a ser posible sin letras ni tampoco números – especialmente 13 o 18, que hacen alusión a las pandillas más grandes del país: la MS-13, la 18-Sureños y la 18-Revolucionarios.

Unos kilómetros antes de llegar, el colega que nos facilitó la visita nos hace una advertencia de última hora: “Si pasa cualquier cosa, me dejan hablar a mí. Y en ningún caso traten de mirarles a los ojos, para no parecer desafiantes”.

Tomamos un desvío desde la carretera principal para entrar a la comunidad a la que nos dirigimos, y lo primero que vemos desde las ventanillas sin polarizar de nuestro vehículo es una sorprendente atmósfera de calma.

Son alrededor de las cuatro, y una caravana de chicos de uniforme peregrinan hacia sus casas siguiendo el borde del camino bajo la sombra de unos árboles que no dejan pasar el ardiente sol de media tarde.

Al final de la carretera sin asfaltar por la que va tambaleándose nuestra camioneta adivinamos las siluetas de un grupo de jóvenes, algunos de ellos con gorra y sin camisa, unos de pie y otros sentados, en lo que parece ser un control de carretera improvisado.

Aminoramos la marcha, bajamos las ventanillas y uno de los líderes comunitarios que nos acompaña saca el brazo para saludar a los soldados de la MS-13, uno de los rangos más bajos en la jerarquía pandillera, quienes al verle nos hacen un gesto para que sigamos.

Adivino la escena por el rabillo del ojo y trato de no perder de vista el horizonte, disimulando la expresión de forzada tranquilidad. Ya llegamos.

La mayoría de las comunidades en El Salvador, incluso las más humildes, suelen tener un portón de acceso del que solo tienen la llave los inquilinos. Donde fuimos a parar nosotros hasta tenían un sistema de vigilancia 24 horas, en el que el acceso lo custodiaban por turnos los hombres del vecindario.

Parecía inevitable preguntar por qué tantas medidas de seguridad en un lugar tan alejado y en aparente calma, pero esperamos a que los vecinos nos hablaran de ello mientras charlábamos del día a día en la comunidad.

Vecindarios como éste se han convertido en los últimos años en el foco del conflicto entre fuerzas de seguridad y pandilleros. Entre enero de 2015 y agosto de 2016, la Policía Nacional Civil (PNC) de El Salvador registró 1.074 enfrentamientos armados.

Tras ganar las elecciones de 2014, el nuevo ejecutivo rompió con la política de tregua con las pandillas de su predecesor Mauricio Funes.

La nueva versión de la política de “mano dura”, a la cual han recurrido todos los Gobiernos de El Salvador desde 2003, ha sido el pilar de la estrategia de seguridad del presidente Salvador Sánchez Cerén, de la exguerrilla Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).

El aumento de operativos antipandillas en las comunidades en los últimos años se complementa con una serie de medidas extraordinarias en ciertas cárceles en las que los pandilleros permanecen aislados en condiciones deplorables, así como de una ambiciosa estrategia de prevención llamada “Plan El Salvador Seguro” que, a pesar de que incluye la rehabilitación como uno de sus cinco ejes, se ha venido implementando centrándose casi exclusivamente en combatir la criminalidad.

Llegado el momento, me dispongo a preguntar: “¿Cómo funciona aquí el tema de las pandillas? ¿Les dejan tranquilos?”. De repente, nuestro interlocutor se acerca abriendo bien los ojos: “Ellos”, susurra, como si pudieran oírnos, “no son el problema. Si no les haces nada, ellos nos dejan tranquilos. Pero la policía sí es un problema”.

Uno de los colegas que nos acompaña se une a la conversación y nos cuenta que, hace unos meses, un grupo conjunto de policías y militares, la fórmula híbrida que se ha convertido en la norma en todos los operativos antipandillas en El Salvador, le maltrataron a la entrada de la comunidad. “Hasta me apuntaron con su pistola. Fue muy desagradable”, confiesa.

Aunque la Policía Nacional Civil (PNC) salvadoreña es uno de los cuerpos con mayor respaldo popular en Centroamérica, la presión sobre este organismo del Estado y el ciclo de venganzas entre pandilleros y policías se ha disparado desde el fracaso de la tregua y la implementación de la nueva estrategia de seguridad.

Solo en 2017, las pandillas han asesinado un total de 66 agentes de seguridad. Dado que un gran número de policías vive en zonas controladas por pandillas, muchos de ellos tienen que vivir escondidos en su propio vecindario o cambiar de domicilio para salvar la vida. Ahora son el blanco directo de quienes buscan contraatacar al Estado ante el aumento de la represión, aseguran fuentes cercanas a estos grupos.

“Y, entonces, ¿ustedes pueden ir y hablar con ellos sin problema?”, les pregunto. “Sí, así es. Cuando hay un problema, nosotros nos reunimos y arreglamos con ellos. Ya nos conocen, todos somos de acá”, nos cuenta el líder comunitario al que entrevistamos.

A pesar de que las pandillas son consideradas grupos terroristas por la Corte Suprema de Justicia de El Salvador desde el año 2015, la realidad en comunidades como ésta se repite en todo el país. El diálogo con pandilleros, considerados por el propio Estado la autoridad de facto en muchas zonas, es el pan de cada día para miles de salvadoreños.

“Ahora, le digo una cosa”, nos cuenta nuestro interlocutor, “esos chicos, lo que necesitan es trabajo. Si a ellos les dieran trabajo, se acabaría la delincuencia”. El líder comunitario nos habla de un experimento personal que tuvo con los pandilleros del barrio.

Cuando el vecindario necesitó mano de obra para construir nuevas viviendas, él contrató a los que ahora hacían de postes en el control de entrada a la comunidad. Nos contó que, cuando se terminó la obra, los patojos, como llaman los salvadoreños a los jóvenes, volvieron a hacer de las suyas.

La historia de este líder comunitario es un reflejo de la difícil realidad económica que vive El Salvador, el país de menor crecimiento económico de Centroamérica. Lastrada por los altos niveles de criminalidad y las carencias de su sector productivo, la economía del país está esencialmente terciarizada y un 16% del PIB proviene de las remesas de Estados Unidos.

Los call centers, donde terminan muchos de los deportados de Estados Unidos con alto nivel de inglés, se han convertido en la gran esperanza de la creación de empleo, mientras que uno de cada cinco jóvenes en El Salvador de edades comprendidas entre los 15 y 24 años no estudia ni trabaja.

Nuestros anfitriones nos avisan de que es mejor salir de allí antes del ocaso, que es más seguro. Así que nos despedimos con un fuerte apretón de manos, a la vez que les prometemos volver para darles una copia del informe cuando esté listo.

Arrancamos la camioneta y dejamos la comunidad para volver a pasar por el control improvisado de la MS-13. Una vez más, aminoramos la marcha, bajamos las ventanillas.

Aunque me propongo ser fuerte y seguir mirando al horizonte como cuando entré, la curiosidad me carcome y desvío un poco la mirada para poder mirarles, para ver a los que representan la amenaza de la que acabamos de hablar entre susurros, los que ponen de rodillas a más de medio país y al que el mismísimo presidente de Estados Unidos dedica una ridícula cantidad de su discurso público.

Lo que vi fue un chico alto y moreno, de no más de 16 años, sin camisa y con una pala al hombro. Tenía una mirada altiva y se llevaba una mano a la cadera. Parecía un aprendiz de obrero haciendo una pausa antes de la faena. Acercó una mano hacia el vehículo. Al preguntarle yo a nuestro colega si quería algo, me respondió que “piden una ayudita, porque están parcheando el camino. A veces les damos, pero hoy no llevo monedas”.

Al llegar a la carretera principal, me acuerdo de las palabras de uno de los vecinos: “Esos chicos, lo que necesitan es trabajo. Si a ellos les dieran trabajo, se acabaría la delincuencia”, y me pregunto qué les esperará a esos jóvenes soldados de la MS-13, sin recursos y con un futuro asegurado de cárcel o de muerte.

En el probable caso de que, llegados a cierta edad, quisieran salirse de la pandilla – como estima una reciente encuesta realizada por la Universidad Internacional de Florida a más de 1.000 pandilleros encarcelados -, tendrían que alegar motivos familiares o convertirse en miembros activos de una iglesia evangélica, las únicas vías aceptadas para “calmarse” o salirse del grupo.

Cae la noche en el Gran San Salvador. Según nos vamos alejando de la comunidad, pienso en los vecinos con los que conversamos, los obreros-soldados de la MS-13 y los policías que amedrentaron al compañero. Todos salvadoreños, todos humildes y con un futuro incierto que dudo que una política de seguridad, por buena que sea, pueda mejorar.

Solo un profundo cambio del modelo económico, una verdadera política de atención a las víctimas, que no criminalice a la gente por el lugar en el que vive y, sobre todo, un ejercicio de diálogo comunitario con quienes quieran dejar la vida criminal pueden mejorar la perspectiva de país.

Mientras tanto, la violencia en El Salvador seguirá siendo igual que la justicia, tal y como la describió de forma tan perspicaz Monseñor Óscar Romero: “Es como las serpientes, que solo muerden a los que van descalzos”.

Por Sofía Marrtínez en Nota de Democracia Abierta (opendemocracy.net)

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