Al llegar al aeropuerto me dirigí a tomar el vaporetto -embarcación que sirve de transporte público en Venecia. Me dirigía a la isla Lido donde viviría los próximos meses. La única que tenía maleta era yo. Se montaron cinco personas más, algunas con bolsas, otras con el carrito de la compra. Se bajaron en la siguiente parada y me quedé sola, en ese barquito que, en condiciones normales, debía ser un bullicioso medio de transporte para turistas con ansias de conocer la emblemática ciudad que resiste para no hundirse.
Si afinas los oídos durante los escasos 15 minutos para hacer el trayecto que llega al centro, no descubrirías ningún otro idioma. Nadie conversando en inglés, ni en español, ni francés. Solo italianos, disfrutando las vistas a Venecia desde la primera parada, algunos de ellos de paseo con sus perros, otros con el carrito del mercado en la mano
La Plaza San Marcos está vacía. Una imagen inusitada, abrumadora por la soledad. De vez en cuando pasa alguien con la prisa de quien camina por un lugar conocido. No hay cafés abiertos ni músicos tocando para entretener a los visitantes. Un pequeño grupo de policías conversa en una esquina.
Y, cuando digo vacía, es que en los días más concurridos puedes contar la cantidad de vecinos que se hacen fotos en ella con los dedos de ambas manos; pero en muchas ocasiones, no hay más nadie. No era la Venecia que me imaginaba, pero fue la Venecia que me encontré.
Una ciudad sin turistas, donde los vecinos salen a correr por sus calles y
los niños juegan en patines por las tardes. Una ciudad tranquila, silenciosa,
casi desértica. Si te aventuras por sus calles estrechas antes de las seis de la
tarde, puedes conseguir algún bar donde tomar un Aperol en su terraza. En
estos tiempos de pandemia el reto no es conseguir mesa, es conseguir un bar abierto.
Socializar se ha hecho más difícil, pero no imposible.
Cuando los días son rojos, no escuchas ni ves un alma. Al menos en el
norte de Italia – o, mejor dicho, al menos en Venecia-, los vecinos respetan las restricciones al pie de la letra. Los escaparates cerrados. Los pocos
transeúntes que salen están con su perro, para dar la caminata diaria. La
ciudad desierta como un corazón en ruinas. Afortunadamente los días rojos
han sido pocos en Venecia, el Gobierno italiano los ha reservado para contener a los ciudadanos durante los feriados.
Dueños de restaurantes y bares se quejaron durante las restricciones decembrinas: Los han obligado a permanecer cerrados durante el último año, probablemente más de lo que sus negocios pueden soportar, llevando a muchos a la incertidumbre de no saber si podrán volver a abrir. “Queremos trabajar, no queremos subsidios ni ayudas”, se puede leer en algunas puertas cerradas. Entonces, justo después de las fiestas decembrinas, volvieron, por un período brevísimo, los días amarillos.
Los vecinos, responsables con sus lugares predilectos de esparcimiento, fueron a sus bares y restaurantes a consumir, en una especie de acuerdo silencioso de responsabilidad social compartida.
Durante enero, los vecinos de Venecia compartieron la ilusión de la
vacuna: la promesa del retorno inminente a la antigua normalidad.
Inicialmente, debía irme de la ciudad a finales de enero; así que cuando decidí prolongar mi estancia por un par de meses más, mi casera me advirtió que, si se celebraba el Carnaval de Venecia, debía dejar el apartamento antes que llegaran los nuevos turistas.
Pero no fue necesario, el Carnaval de Venecia fue suspendido por
segundo año consecutivo. Pocos días antes se relajaron las restricciones: se
decretó zona amarilla, bares y restaurantes podrían atenderte en sus mesas, reabrieron las exposiciones y museos y anunciaron la próxima reapertura de las pistas de esquí.
Desde que llegué hace cinco meses, he escuchado como una leyenda
lejana que los vecinos de Venecia detestan el Carnaval; la ciudad se llena de turistas y ellos se van. Pero, durante el fin de semana de Carnaval, niños y
adultos salieron a las calles disfrazados, tirando papelillos al aire, celebrando la alegría de la esperanza sin límites de edad.
Vecinos de Venecia, pero también turistas italianos para disfrutar del no-Carnaval en la ciudad. Góndolas circulando por los canales (sin delfines ni cisnes). Las terrazas de los restaurantes se llenaron de comensales a los que el frío no les importaba, los
más arriesgados se sentaron en los interiores a disfrutar de un tradicional
almuerzo italiano.
Sin embargo, la celebración fue solo un pequeño respiro desde que las
inundaciones de la Plaza San Marcos y la pandemia han azotado la economía de una ciudad que depende, casi exclusivamente, del turismo.
Las restricciones regresaron poco a poco, se fueron encrudeciendo nuevamente. Los días naranjas y rojos volvieron al norte de Italia.
De cara a Semana Santa, las calles volverán a estar asombrosamente
solitarias, incluso tristes. Los museos, teatros y gimnasios permanecerán
cerrados. Los bares y restaurantes solo podrán vender para llevar. Los vecinos de Venecia solo podrán abandonar su residencia una vez al día, y máximo podrán caminar en grupos de dos adultos dentro del mismo Municipio.
En la noches, el toque de queda y la niebla se posará sobre las calles vacías.
Para una turista como yo, vivir una Venecia solitaria y solo disfrutada por
vecinos y locales ha sido un poema misterioso y agradable. Pero es posible
que, sus vecinos, los venecianos, hayan hecho las paces con su alocado y
necesario turismo ante esta ausencia impuesta. Y a su vez, para todos, locales y extranjeros, ha sido un momento de tregua disfrutar las calles tranquilas de una ciudad congestionada desde hacía demasiado tiempo.
Fotos: Lucrecia Cisneros
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Al llegar al aeropuerto me dirigí a tomar el vaporetto -embarcación que sirve de transporte público en Venecia. Me dirigía a la isla Lido donde viviría los próximos meses. La única que tenía maleta era yo. Se montaron cinco personas más, algunas con bolsas, otras con el carrito de la compra. Se bajaron en la siguiente parada y me quedé sola, en ese barquito que, en condiciones normales, debía ser un bullicioso medio de transporte para turistas con ansias de conocer la emblemática ciudad que resiste para no hundirse.
Si afinas los oídos durante los escasos 15 minutos para hacer el trayecto que llega al centro, no descubrirías ningún otro idioma. Nadie conversando en inglés, ni en español, ni francés. Solo italianos, disfrutando las vistas a Venecia desde la primera parada, algunos de ellos de paseo con sus perros, otros con el carrito del mercado en la mano
La Plaza San Marcos está vacía. Una imagen inusitada, abrumadora por la soledad. De vez en cuando pasa alguien con la prisa de quien camina por un lugar conocido. No hay cafés abiertos ni músicos tocando para entretener a los visitantes. Un pequeño grupo de policías conversa en una esquina.
Y, cuando digo vacía, es que en los días más concurridos puedes contar la cantidad de vecinos que se hacen fotos en ella con los dedos de ambas manos; pero en muchas ocasiones, no hay más nadie. No era la Venecia que me imaginaba, pero fue la Venecia que me encontré.
Una ciudad sin turistas, donde los vecinos salen a correr por sus calles y
los niños juegan en patines por las tardes. Una ciudad tranquila, silenciosa,
casi desértica. Si te aventuras por sus calles estrechas antes de las seis de la
tarde, puedes conseguir algún bar donde tomar un Aperol en su terraza. En
estos tiempos de pandemia el reto no es conseguir mesa, es conseguir un bar abierto.
Socializar se ha hecho más difícil, pero no imposible.
Cuando los días son rojos, no escuchas ni ves un alma. Al menos en el
norte de Italia – o, mejor dicho, al menos en Venecia-, los vecinos respetan las restricciones al pie de la letra. Los escaparates cerrados. Los pocos
transeúntes que salen están con su perro, para dar la caminata diaria. La
ciudad desierta como un corazón en ruinas. Afortunadamente los días rojos
han sido pocos en Venecia, el Gobierno italiano los ha reservado para contener a los ciudadanos durante los feriados.
Dueños de restaurantes y bares se quejaron durante las restricciones decembrinas: Los han obligado a permanecer cerrados durante el último año, probablemente más de lo que sus negocios pueden soportar, llevando a muchos a la incertidumbre de no saber si podrán volver a abrir. “Queremos trabajar, no queremos subsidios ni ayudas”, se puede leer en algunas puertas cerradas. Entonces, justo después de las fiestas decembrinas, volvieron, por un período brevísimo, los días amarillos.
Los vecinos, responsables con sus lugares predilectos de esparcimiento, fueron a sus bares y restaurantes a consumir, en una especie de acuerdo silencioso de responsabilidad social compartida.
Durante enero, los vecinos de Venecia compartieron la ilusión de la
vacuna: la promesa del retorno inminente a la antigua normalidad.
Inicialmente, debía irme de la ciudad a finales de enero; así que cuando decidí prolongar mi estancia por un par de meses más, mi casera me advirtió que, si se celebraba el Carnaval de Venecia, debía dejar el apartamento antes que llegaran los nuevos turistas.
Pero no fue necesario, el Carnaval de Venecia fue suspendido por
segundo año consecutivo. Pocos días antes se relajaron las restricciones: se
decretó zona amarilla, bares y restaurantes podrían atenderte en sus mesas, reabrieron las exposiciones y museos y anunciaron la próxima reapertura de las pistas de esquí.
Desde que llegué hace cinco meses, he escuchado como una leyenda
lejana que los vecinos de Venecia detestan el Carnaval; la ciudad se llena de turistas y ellos se van. Pero, durante el fin de semana de Carnaval, niños y
adultos salieron a las calles disfrazados, tirando papelillos al aire, celebrando la alegría de la esperanza sin límites de edad.
Vecinos de Venecia, pero también turistas italianos para disfrutar del no-Carnaval en la ciudad. Góndolas circulando por los canales (sin delfines ni cisnes). Las terrazas de los restaurantes se llenaron de comensales a los que el frío no les importaba, los
más arriesgados se sentaron en los interiores a disfrutar de un tradicional
almuerzo italiano.
Sin embargo, la celebración fue solo un pequeño respiro desde que las
inundaciones de la Plaza San Marcos y la pandemia han azotado la economía de una ciudad que depende, casi exclusivamente, del turismo.
Las restricciones regresaron poco a poco, se fueron encrudeciendo nuevamente. Los días naranjas y rojos volvieron al norte de Italia.
De cara a Semana Santa, las calles volverán a estar asombrosamente
solitarias, incluso tristes. Los museos, teatros y gimnasios permanecerán
cerrados. Los bares y restaurantes solo podrán vender para llevar. Los vecinos de Venecia solo podrán abandonar su residencia una vez al día, y máximo podrán caminar en grupos de dos adultos dentro del mismo Municipio.
En la noches, el toque de queda y la niebla se posará sobre las calles vacías.
Para una turista como yo, vivir una Venecia solitaria y solo disfrutada por
vecinos y locales ha sido un poema misterioso y agradable. Pero es posible
que, sus vecinos, los venecianos, hayan hecho las paces con su alocado y
necesario turismo ante esta ausencia impuesta. Y a su vez, para todos, locales y extranjeros, ha sido un momento de tregua disfrutar las calles tranquilas de una ciudad congestionada desde hacía demasiado tiempo.
Fotos: Lucrecia Cisneros