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Oscar Morales Rodríguez
Por Óscar Morales
Uno de los malos atractivos del uso de las tecnologías de la información (específicamente la navegación por las redes sociales) es que intentan explicar en dos líneas un proceso complejo o un hecho determinado. De este modo, no es extraño que nos puedan convencer de que las vacunas contra el sarampión o la Covid-19 tienen conservantes que nos cambian los genes o que nos provocan autismo, pues, es más fácil leer 120 palabras en una imagen chistosa que investigar sobre el ARN o ADN en unos tres libros y cuatro opiniones de expertos genetistas con más detalle.
Así pues, el debate sobre cualquier asunto público (sobre todo en política, seguridad, salud o migración) se va reduciendo a eslóganes rimbombantes, frases cebo o panfletos simpáticos que no tienen nada que ver con ciencia, razonamiento o lógica, de manera que se degrada claramente dicho debate, y una vez que aterrizamos en este terreno, ahora lo más importante no serían los argumentos, sino que, al contrario, predominaría el relato fácil (y mucho mejor si viene con alucinaciones conspiranoides).
Es complicado competir con la instantaneidad, el discurso simplón y la explicación sencilla de los problemas sociales (llámese desigualdad, pobreza, discriminación, inseguridad pública, corrupción, etc.). Pues, seamos francos: ¿no es más seductor convencernos de que la pandemia es fruto de la maquinación de los malvados chinos antes que informarnos minuciosamente sobre tipos de agentes infecciosos, ecosistemas, fisiopatología o bases genéticas y moleculares?
Más aún, ¿no será más sencillo repetirnos que todos los políticos pertenecen a una red oculta que controla y predice todos los sucesos del mundo milimétricamente en lugar de hacer el esfuerzo sostenido de ponerme a estudiar sobre historia, matemática, economía, física, biología o informática?
Además, si a eso le agregamos que muchas veces preferimos que nos cuenten una historia falsa —o medianamente fraudulenta— porque así nos sentimos protegidos, tranquilos y seguros por encima de encarar a la realidad, entonces no nos debe impresionar que la acción de comunicar utilizando la brevedad digital sea exitosa para sentir que entendemos todas las cosas, todo el tiempo y en todas las circunstancias. En consecuencia, por esta razón, aquel que quiera invitarme a investigar, contrastar y reconocer hechos objetivos y verificables a través de fuentes oficiales, confiables y fidedignas, probablemente le pediré que se vaya a lamerle las botas a sus amos del “Estado profundo”.
Ciertamente, la desinformación se está llenando peligrosamente de admiradores. Y, evidentemente, hemos visto en los últimos días cómo la propagación de antecedentes falsos o información manipulada ocasiona conflictos, violencia y lamentables muertes. Ya no debemos tener ninguna duda de que las tragedias están al alcance de dos frases, o que sucumbamos paulatinamente a la idea de que la verdad solo depende de si la aclama un individuo o un grupo organizado que me parecen simpáticos y les tomé cariño.
La racionalidad parece que no es compatible con el uso de las redes sociales porque ella requiere de una descripción más extensa. En cambio, la ficción tiene más seguidores (y es más efectiva si viene con un mensaje corto). O lo que es lo mismo, el marketing digital describe su oferta en base a las emociones, la anécdota o a la intuición, mientras que el relato de los hechos objetivos se basa en la evidencia científica o en los datos, y esto es menos cómodo para digerir y, por cierto, menos popular.
En fin, en el mundo digital hay un escrutinio blando acerca de lo que es real o ficticio. La realidad es terca, pero se está demostrando que también es frágil. Por lo tanto, dos expresiones cargadas de emocionalidad, simpleza y teatro cambian lo bueno, disfrazan lo malo y corrompen la verdad para desgracia de todos.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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