Si algo es cierto, es que nadie quiere dejar de tener alguna cuota importante de poder. No hay persona en el mundo que desprecie el poder. Al poder en su exacta razón. Y no, porque el poder induzca siempre la soberbia. Entendido el poder no tanto como intriga inmanente contra quien lo detenta. Sino porque es engañoso desde el mismo momento en que pretende aplicarse.
Aunque no es posible vivir sin una pizca de poder. El problema es detentarlo y manejarlo. El ejercicio del poder en el fragor de la política, termina viéndose o pareciéndose a una paradoja. Es decir, a una idea o hecho que aun cuando puede lucir contraria a la lógica y que encierra una verdad reconocida. Pero hacer lo obvio, complica lo que se supone podría resolver lo que pueda estar encubriéndose.
Por eso, ejercer el poder en medio de la política requiere actuar con decencia y sentido democrático. Y que cada acto, se supedite a la justicia, la solidaridad y al pluralismo político. Sin embargo, ahí se complican las cosas. En consecuencia, el concepto de ética pierde significado.
Ya Nicolás Maquiavelo en su libro El Príncipe (1532) había inferido que, aun cuando difícil, la política se resuelve y se consagra en el ejercicio del poder y su búsqueda.
En el caso de Venezuela, la política nacional no ha escapado de vivir atrapada en el escarceo de un ejercicio de poder cerrado por casi todos lados. De hecho, en su terreno es fácil advertir sombrías emociones que terminan revelando mezquindad, egoísmo, usura, codicia y miseria.
La perversión del poder en la política venezolana
El problema no data de 1999, año en que asume el poder político el militarismo ataviado de revolución y socialismo. Viene de muy atrás. Incluso, la cuenta abarca el siglo XIX. Sólo que la modernidad lo reveló luego en todas sus manifestaciones.
Particularmente, el problema adquiere connotación desde que la ideología democrática consigue la oportunidad de mostrarse en su desnudez política. Aunque no cabe duda que el populismo de nuevo cuño, en acción desde 1999, hace lucirlo. Al extremo, que no hay forma segura de disimularlo en términos de las arrogancias que su ejercicio siempre pone de manifiesto.
El actual régimen se ha valido del poder en juego para disponer de la situación a su antojo. De manera de “picar siempre adelante”, ha sido su propio algoritmo de lógica política. Anteriormente ha demostrado sus dotes de manipulación con propósitos sectarios.
De esa manera, el régimen enfoca su tarea en ahondar las desigualdades a partir de las cuales busca dejar impresa su marca de terror. Así logra promover el miedo que requiere como piso para movilizar sus siguientes y continuos acechos.
Y como todo poder es una permanente conspiración en perjuicio del débil, pues le resta como criterio funcional demostrar cualquier asomo de arrogancia que pueda intimidar al adversario. En ese instante, afloran los miedos suficientes capaces de quebrar el valor del oponente. O también, haciendo uso de la represión para doblegar la postura del otro. Sobre todo, si se tiene en cuenta lo que asiente el economista y periodista español, Joaquín Estefanía, en su libro El Poder en el Mundo (Plaza and Janes, Editores, Barcelona, 2000). “Cualquier ciudadano es débil respecto a otro o a alguna situación”.
Es ahí, justamente, donde tiene cabida la especulativa expresión que intitula esta disertación. Además, bastante manida por el grueso de la población que se refugia en la oportunidad que brinda la corrupción en procesos de gobierno. En ese tipo de ambientación emerge la motivación populista para que se escuche decir la vulgar frase, que devela el poder toda vez que funciona al lado de la corrupción: “Quítate tú para ponerme yo”.
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