Ya estoy haciendo mi maleta para retornar a Venezuela, la Casa Grande como la llama Leonardo Padrón, luego de seis meses en Nueva York, a donde vine a realizar un programa certificado de periodismo emprendedor. Ya cumplido el objetivo, de este lado del río no hay nadie que me anime a regresar. De aquel lado, tampoco muchos.

Mi estancia aquí ha sido frugal y divina. He llevado literalmente vida de estudiante, es decir, con una beca y arañando aquí y allá, pero a la vez he tenido la fortuna de disfrutar de unas veladas maravillosas, compañeros extraordinarios y he saboreado lo que la ciudad ofrece gratis. Entre esas posibilidades, caminar, caminar, caminar…

Pocas cosas he extrañado de mi país en estos meses. Dos de ellas han sido el buen café en cada esquina y el pan, todo a un precio muy accesible, incluso hoy. Ambas son hechuras heredadas de las migraciones europeas. En el “Imperio” para comerse una buena canilla o tomarse un buen café, hay que pagar su dinerito. La arepa no la he echado de menos porque hay varias marcas de harina de maíz, entre ellas Harina Pan, y porque ahora aquí es muy fácil encontrar una arepera.

Al no tener un presupuesto holgado, ni contar con dólar subsidiado, me abstuve de hacer compras. Sin embargo, desde que comenté que pronto regresaba, me advirtieron: Compra desodorante, pasta dental, toallas sanitarias, granos…

Coñooooooo. Una sola persona me ha dicho: Tráeme un chocolate, y es literal.

Ya estoy haciendo mi maleta. Se me hace un nudo en la garganta cuando paso por alguna farmacia y recuerdo que en mi país hay enfermos que no tienen acceso a las medicinas, que hay madres que deambulan de local en local buscando pañales, que las colas crecen y crecen, que hay saqueos por falta de alimentos. Miro la variedad de artículos y me entra una soberana arrechera, que ya había aflorado el año pasado cuando nunca hallé toallas sanitarias ni píldoras anticonceptivas en las farmacias caraqueñas.

Ya estoy haciendo mi maleta. Mientras, intento recoger testimonios en Nueva York de quienes huyen de Venezuela, como de la peste. Algunos llegan con tal angustia que se han venido prácticamente con una mano adelante y otra atrás, lo que para mí evidencia su grado de desesperación. Aunque tenemos la tendencia a juzgar, no hay manera de que juzguemos lo que no conocemos y mi madre siempre me ha dicho: Nadie sabe gotera de techo ajeno.

Ya estoy haciendo mi maleta. Me preguntan mis compañeros de clases. ¿No es peligroso para ustedes, para los periodistas? Ya no sé ni qué responder. ¿Es peligroso? Sí, pero no tanto como en México. Esta medida tampoco es consuelo, porque es que cualquier ciudadano está expuesto a cosas terribles, algunas de ellas peores de las que ocurren en otras naciones donde también hay violencia.

Ya estoy haciendo mi maleta, mientras muchos me piden que haga todo lo posible por quedarme, que entienda que Venezuela ya no es la misma que dejé apenas seis meses atrás.

Creo que de eso estoy consciente. Como muchos aquí, me mantengo pegada a lo que sucede día a día en Venezuela. Sin embargo, sé que una cosa es que te lo cuenten y otra vivirlo. No obstante, hago mi maleta para regresar, sin que esto signifique que luego no decida salir.

 Yo quiero volver por varias razones. No les diré todas. Debo ser lo más sincera posible. No me anima a regresar que extrañe algo en demasía.  En tan pocos meses y en una ciudad tan demandante como Nueva York no me ha quedado mucho tiempo para la nostalgia. He debido invertir horas y energía en el aprendizaje

Uno de los motivos principales de por qué retorno, sin pesar, es que ser inmigrante es una decisión de vida. Yo aún no la he tomado.

Unos meses atrás asistí a una conferencia de Rubén Blades en la Universidad de Columbia. Él comentaba lo contradictorio que era que en muchas comunidades pobres se estimulara a los niños y jóvenes a progresar para luego irse de esas comunidades. ¡Qué distinto sería si decidieran volver y entre todos transformarlas!

Me acordé de aquella instrucción que nos meten en el disco duro a muchos de los que nacimos en un barrio pobre de Venezuela. Hay que progresar y salir del barrio. Y termina una, hasta sin querer visitar el barrio por quién sabe qué recuerdos tristes.

Qué distinto sería si los que pudimos superar la pobreza volviésemos al barrio a ayudar a otros a superarla y ya no ir como migrantes desclasados por urbanizaciones y espacios que no serán nuestros, por más propiedades que allí tengamos.

Esto lo entendí realmente cuando una compañera de clase en Nueva York me invitó a dar una charla. Allí debía contar mi historia. Me asombré porque lo que para mí es normal, otros lo hallan extraordinario. Entonces la titulé:  I love Petare. Y creé una etiqueta en Twitter #PetareñaenNYC. Un cierto guiño para aquellos que creen que no tienen chance de salir de la pobreza, porque nacieron en ella. Y también mi manera de reírme de aquellos que viven la fantasía de que esta increíble ciudad es tan solo un compendio de rascacielos y glamour. No. Aquí también hay sitios que me recuerdan la redoma de Petare, el bulevar de Catia, la avenida San Martín.

Luego, una vez, en una discusión de un chat donde comparto con profesionales venezolanos de distintas áreas, surgió una discusión sobre la huida de la clase media y el sentimiento de rechazo hacia el país, como si Venezuela tuviera la culpa de lo que hemos hecho.

Y no hallé mejor paralelismo que el de la fuga del barrio.

Lo que he notado en algunos que dicen que no quieren volver a Venezuela no es realmente una convicción, sino un dolor. Porque en algunos casos, estas personas han sido víctimas del hampa, de persecuciones solapadas, de ataques directos, de un deterioro de su calidad de vida. Ya su integridad emocional y física está en peligro. Han huido escuchando su instinto de supervivencia.

Y en mi experiencia la vinculé con la separación de dejar el barrio. Cuando yo decidí mudarme del mío, lo hice porque una noche casi fui víctima de un ataque, del cual me salvó uno de los jóvenes delincuentes a quien mi hermana y yo habíamos cuidado cuando era niño. Él detuvo al malandro que me seguía y le dijo: Quédate quieto, que ella es de aquí.

De eso hace más 20 años.

En lo adelante, he ido buscando un espacio físico que me permita sentirme cómoda y en casa. Porque la vista que yo tenía en mi barrio, pese a la pobreza, era espectacular, porque fueron esas vivencias las que despertaron mi sensibilidad social, porque las relaciones humanas eran distintas, porque fueron las carencias las que forjaron mi carácter, porque mi barrio era mi barrio, mi espacio, mi lugar.

Nunca me acomplejó ser pobre. Al contrario, me ha permitido ver la vida con otro cristal, sin resentimiento, aunque no dejo de reconocer que la pobreza es dolorosa. Porque no era el mejor barrio del mundo. Coño no. Era, de hecho uno de los peores, porque ni nombre oficial tiene. Pero allí jugué metras, volé papagayos, me rompieron el coco, me caí bajando en patines por esas empinadas cuestas, porque me lo conocía palmo a palmo, porque podía ver unos amaneceres preciosos, porque otras veces podía jugar a estar en una montaña encantada, por todos esos mecanismos a los que apelamos a los seres humanos para no dejarnos vencer por la desolación, ni por la desesperanza.

Y salvando las distancias, eso es lo que he sentido al conocer a varios que decidieron migrar por obligación. Salen de Venezuela, pero no se la sacan, por tanto, andan como nómadas del alma. Ya es común la frase: Irse de Venezuela es como divorciarse de alguien a quien aún se ama.

“Nunca serás de aquí”, me dice Maibort Petit, una periodista que ha logrado hacer vida en esta ciudad, que me asegura que “algún día voy a volver”.

Veo a muchas personas que como me lo recuerda Robert González, otro venezolano que tiene como 15 años residiendo en Manhattan, “ni están aquí ni están allá”, y eso les impide integrarse. Otros creen que están en esta ciudad por un mientras tanto, que se ha convertido en años.

En un país extraño, por más que creas que lo conoces, es común que cada persona busque su espacio, su comunidad, algo que le permita identificarse. No siempre lo logran.

He conocido a varios en tal situación de consternación que abandonan el país sin recursos, algunos trabajan violentando las limitaciones de su estatus, otros -nada recomendable por cierto- deciden quedarse ilegales y algunos se acogen a la figura del asilo.

Por supuesto que hay historias muy felices, maravillosas, las he conocido y algunas de esas las hemos contado en Efecto Cocuyo. Pero para llevar una vida con buen rumbo, fuera de tu país hay que tomar la decisión de ser inmigrante y como les dije, yo aún no la he tomado.

Más razones para volver

Cuando en enero de este año me vine a Nueva York me movió la intención de aprender lo más que pudiera del programa de emprendimiento que ofrece la escuela de posgrado de Periodismo de la City University of New York. Una de las razones por la que fui seleccionada para este programa fue mi participación en nuestro emprendimiento periodístico Efecto Cocuyo, que nació en enero de 2015 y ya ha ido dando frutos.

Formo pAs sEarte de un proyecto en el que un equipo maravilloso está metiendo el pecho. Y eso me da muchísimo ánimo. La alegría, el compromiso, la perseverancia de los jóvenes y no tan jóvenes periodistas me llenan de esperanzas.

Mi decisión de volver está muy vinculada a mi visión de la vida. Soy existencialista y sé que no es mucho el tiempo que se nos concede para hacer los sueños realidad. Y uno de mis sueños es contribuir, desde mi espacio, en la construcción de un sistema de medios innovador, disruptivo y sobre todo democrático. Esta es la mejor oportunidad para hacerlo en Venezuela.

¿Puede ese proyecto avanzar sin mí? Por supuesto, no creo en hacerme imprescindible.

¿Puedo yo estar feliz sin ese proyecto?

No lo sé. Ahora lo veo como un hijo y una nunca se divorcia de los hijos, por más distancia que haya.

Habrá quien piense. ¿Y cómo se les ocurre sembrar en esta época?

Pues en esta época es cuando se necesita miles de luces que puedan aportar información sobre lo que pasa en Venezuela. Sin ánimo de heroicidad. Hay muchos periodistas haciendo lo que tienen que hacer. Y desde afuera, yo que no suelo ser muy pródiga en halagos, los admiro mucho más, por las herramientas que han ido desarrollando, por sus capacidades para enfrentar un ambiente tan hostil para las libertades.

La crisis venezolana no tiene parangón en los últimos 50 años. Cualquier periodista interesado en Latinoamérica sabe que hay miles de historias por contar en nuestro país. Yo quiero seguir contándolas en directo.

No parece muy lógico que quiera volver, pero aún así he decidido hacerlo. Creo que aún tengo reservas para lidiar con una cotidianidad hecha de abusos. Espero que el combustible aguante. Mientras tanto, hago mi maleta. En ella no va mucho. Unas vitaminas para una embarazada, unas libretas Moleskine para seguir escribiendo las historias que suceden en Venezuela, varios desodorantes, champú, toallas sanitarias, condones y pasta dental.

Cuando me vine hace seis meses lo hice a pesar del susto que me daba pasar tanto tiempo fuera y alejada de los míos. Ahora regreso con más mariposas en el estómago, pero convencida de que en este momento, es la mejor decisión.

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