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Susana Reina | @feminismoinc
El matrimonio es una institución con profundo arraigo patriarcal y en él, las mujeres cubrimos múltiples roles que nos son instalados como software en nuestra psiquis desde la infancia. Casarnos será acceder a la maternidad. La maternidad nos realiza como mujeres. Además, casarnos nos permite gobernar…nuestra casa. Casarnos nos permite cuidar y mimar al que merece cuidados y mimos, nuestro hombre, nuestro príncipe, porque afuera, la vida es muy dura y él, con su escudo y espada, pelea a diario para que su mujer no tenga que salir a la dura realidad sin protección. Es decir, con el matrimonio tendremos “alguien que nos represente”.
No es solo un asunto de mensajes familiares por doquier, también la literatura, el cine, la escuela…Llegamos a creer que si nuestros padres no viven este idilio es por alguna disfuncionalidad propia de la familia. Algunas llegamos a adolescentes y hasta adultas, sin notar siquiera las injusticias implícitas en la relación de pareja de papá y mamá. Muchos se sorprenden del divorcio de sus padres. Otros se acostumbran a una relación en la que ambos parecieran no quererse, en la que se mantengan alejados y parezcan no compartir. A veces detrás de estas relaciones hay acuerdos de convivencia cargados de dependencia económica femenina. Pero nuestro subconsciente nos hace creer que ese ideal debe ser nuestra meta.
Si además le añadimos que, llegadas al matrimonio, accederemos a los placeres carnales (los que el varón dentro del mismo grupo familiar pareciera disfrutar sin demasiadas restricciones y sin el matrimonio como requisito, casi evitándolo incluso, pero que, siendo chicas, es mejor esperar al príncipe y reservar el albergue para su semilla) la mezcla es tan potente que, cual ganado lanar que avanza al trasquilado, accedemos una tras otra al proceso con ilusión.
Sigo viendo en las redes sociales a chicas veinteañeras o treintañeras que, acudiendo a las bodas de sus amigas, se preguntan cuándo se producirá su propio “día mágico”. A veces, a pesar de observar que algunas, poco tiempo después, parecieran desencantadas o incluso ya están en proceso de separación. No es para nada común ver a hombres que se pregunten ¿Cuándo me tocará a mí?
Ninguna mujer en nuestra cultura se plantea la posibilidad de pedir ella misma matrimonio por temor a ser tachadas de desesperadas o más que eso, decidir vivir sin emparejarse por aquello del terror a la soledad de la vejez. Nos venden la soltería como el peor de los estados civiles, evitables a toda costa mientras se cuente con juventud y algo de colágeno.
De darse el ansiado contrato, este viene con la expectativa de maternidad. Rara vez la chica pregunta ¿qué pondrás tú, aparte de semilla? Quizá la respuesta obvia, sería “suministros” y ciertamente, harán falta. Pero si los suministros los pone ella, el hombre sufre. Un sufrimiento que puede llegar a la depresión y hasta la disfunción eréctil porque si no se puede ser el proveedor que dicta el mandato patriarcal, no se es un hombre de verdad.
Las rupturas de roles de género en la relación matrimonial, dispara no pocos casos de violencia, porque como nos dice Antonio Guterres, Secretario General de la ONU: «La violencia contra las mujeres y las niñas tiene sus raíces en siglos de dominación masculina. No olvidemos que las desigualdades de género que alimentan la cultura de la violación son esencialmente una cuestión de desequilibrio de poder».
Estamos en medio de una profunda transformación del espacio familiar. Debemos trabajar por ampliar el concepto de familia y reconocer múltiples posibilidades social y emocionalmente saludables, sin necesidad de reproducir estereotipos. Y no me refiero, necesariamente, a nuevas formas de pareja sexual, podría ser válido incluso con la pareja tradicional. Un varón que asume mejor otros roles; que se asimila más fácilmente como responsable completo a lo interno en el hogar. Unos hijos que pueden crecer felices ante figuras protectoras y ejemplificadoras sin el padre agresor o irresponsable, que fue aislado o incluso exiliado.
Es prioritario incluir en el software de nuestras niñas, la idea de adueñarse de su futuro a través de sus propias capacidades productivas. Celebro observar cada vez más chicas dispuestas a vivir su mismisidad, como nos enseña la maestra Marcela Lagarde. Y es que sin autonomía aumenta la posibilidad de interpretaciones viciadas de las relaciones de poder en la pareja.
Trabajar, producir, emprender, invertir, innovar, no solo son verbos para superar la pobreza. Conjugados por mujeres, son verbos condicionales para aumentar la probabilidad de no salir trasquiladas de un mal matrimonio. Si después conseguimos una pareja que nos reconoce íntegras, fantástico, más riqueza y crecimiento para ambos.
Pensemos en todo esto, con ánimo constructivo, en el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer que se conmemora esta semana del 25 de noviembre.
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