Uno de las aristas más críticas de la crisis migratoria de Venezuela tiene que ver con las recientes olas de emigrados, las que van cargadas de quienes tienen menos recursos económicos y formación profesional. Permítanme una precisión un poco antipática: gente de clase media baja y de más abajo. Su llegada a los países vecinos, con los pies en el suelo, ha cambiado el tono con respecto a la migración venezolana.
Hagamos algo de historia para ayudar a comprender el problema. La diáspora venezolana comenzó un poco antes de la llegada de Hugo Chávez al poder. En lo personal utilizo dos referencias: las sucesivas devaluaciones de la moneda a partir del viernes negro (1983) y el Caracazo (1989), una rebelión social consecuencia de la crisis económica que indicó que la economía venezolana empezaba a hacer aguas.
Fue a partir de esos momentos en que, por primera vez, oí decir a algunos alumnos, vecinos y gente amiga: “De aquí hay que irse”. Quienes lo decían tenían en común la ascendencia europea, el haber crecido y obtenido un título universitario en Venezuela. Se fueron al país de origen de sus padres o a la quimera del Norte, en condiciones de legalidad y, algunos, con buenos ahorros, con perspectivas seguras de aporte al país extranjero y progreso económico personal. Misión cumplida. Bienvenidos, les dijeron por allá.
Las oleadas migratorias que siguieron, ya con Chávez en el poder, fueron más heterogéneas en cuanto a orígenes familiares y destinos, pero siguieron con algo en común: casi todos iban con recursos económicos y buena formación profesional. Algunos con cuentas bancarias afuera, con perspectivas de negocios o trabajo y, casi todos, con dólares subsidiados por el gobierno venezolano a través de las remesas Cadivi. Clase media y para arriba, por supuesto. La permanencia legal a donde llegaron la resolvía la visa de estudio, de trabajo, de talento, matrimonios forzados o el asilo político, entre otras vías.
Hasta entonces, todo fue jolgorio, bombas y platillos por los países anfitriones. Se beneficiaban con migrantes con educación hasta universitaria (no mano de obra, atención) y, algunos, con ciertos recursos económicos. ¡Vivan los venezolanos!, ¡viva su patria querida!, se oía.
Mientras tanto, en el país de origen, Venezuela, la situación ha ido de mal en peor. Ya no es solo el tema de la inseguridad, el miedo a lo que políticamente podía pasar, sino que se agregó la atroz crisis económica, la indigna calidad de vida por el colapso de los servicios y el miedo -o la certeza- de un porvenir peor en todos los aspectos. Se sembró la desesperanza. El Gobierno venezolano con sus políticas incomprensibles le dijo a sus gobernados más pobres, como ya le ha dicho a los otros: ¡Vayánse!
Entonces, el sonar de las vivas migratorias fue cambiando de tono en la medida que el grueso de las nuevas oleadas de venezolanos en el exterior no va con la alta capacitación profesional, ni los dólares subsidiados de los compatriotas que le antecedieron.
El grueso de las últimas oleadas migratorias venezolanas no se ha ido cruzando el Atlántico, ni el Caribe, ni disfrutando el paisaje de la cordillera andina desde un avión, sino por los caminos verdes, atravesando selvas, montañas, cruzando puentes y fronteras en bus o a pie, viéndolas negra. No son espaldas mojadas (como los migrantes centroamericanos y mexicanos), son pies en el suelo.
A los pies en el suelo le ha tocado más duro que a quienes llegaron volando a otros países. Esos venezolanos tienen que enfrentar la tristeza de haber dejado a los suyos, de llevarse una patria en el recuerdo, la angustia por el porvenir, aunado al apuro por mandar la remesa y, como si fuera poco, enfrentar a algunas fieras en los países que llegan y les gritan: ¡Vayánse!. Son los parias de la tierra.
Y es que ser pobre es una gran calamidad, una gran vaina de la vida, aquí y allá.
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