Es una ligereza afirmar que `la Universidad está en crisis´. Decir que algo está `en crisis´ es una situación un tanto normal. Entendiendo que la realidad se desenvuelve al ritmo de la dinámica política, económica y social, y que está persistentemente sometida a “cambios”. Es común reconocer que lo único estable es el cambio. Ya Heráclito, el reconocido filósofo griego presocrático, había referido que “nada es permanente a excepción del cambio”.
Los cambios constituyen la vida misma. Bajo su esencia se dan las circunstancias. El problema se suscita cuando aparece quienes se resisten a los mismos. Para muchos, estas condiciones son consideradas “crisis”.
La universidad desde su creación ha estado asociada a “crisis”. Crisis que en su forma y fondo, no son sino reflejo de sus propios cambios, toda vez que implican reajustes de procesos académicos como factor de desarrollo, progreso material y espiritual, generación de conocimiento y construcción de ciudadanía. Estimular la búsqueda de la excelencia universitaria, compromete cambios.
Armonizar el balance funcional de la universidad, no es nada sencillo. Si bien extender el horizonte académico en pos de las mayorías constituye un objetivo de condición política, tan imbricada tarea se torna algo utópica. Sin embargo, siempre la universidad ha aprendido a valorar todo esfuerzo que conduzca a resolver problemas de toda índole.
Recomponer y cambiar lo que las coyunturas advierten como necesidades, podría convertirse en un atolladero. Podría enfrentar serias dudas y hasta cuestionamientos de quienes la agreden. Incluso, de sí misma.
Pero justamente ahí está el frenesí de la universidad. Indistintamente de tomarse en cuenta toda situación o reducto que frene su marcha como ámbito de crisis, la universidad igual se arrogará la fuerza para impulsarse entre las contingencias que se abalanzan en su camino. Es la universidad que ve venirse en lo que falta del siglo XXI.
Al margen de limitaciones presupuestarias, insidioso control gubernamental, fragmentación del proceder académico por agentes del atraso, subordinación de la investigación a intereses políticos y económicos, entre otros, sólo queda que la universidad apele a razones que nada ni nadie podrá derruir. Ni siquiera, con la violencia más desnaturalizada posible. Y será el tiempo en que la universidad active su fuerza intelectual a su máxima expresión.
Porque la Universidad no reside en su campus, sino en el pensamiento de cada miembro de su comunidad. Y con seguridad, pese a los contratiempos que surgirán a lo largo de su tránsito, sin duda que la universidad se levantará, se reanimará. Sin que tantos insultos, humillaciones, saqueos y agravios puedan deteriorar su fondo. Será otra mejor la que habrá por venir después de superar estos tiempos de incesante ultraje.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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Es una ligereza afirmar que `la Universidad está en crisis´. Decir que algo está `en crisis´ es una situación un tanto normal. Entendiendo que la realidad se desenvuelve al ritmo de la dinámica política, económica y social, y que está persistentemente sometida a “cambios”. Es común reconocer que lo único estable es el cambio. Ya Heráclito, el reconocido filósofo griego presocrático, había referido que “nada es permanente a excepción del cambio”.
Los cambios constituyen la vida misma. Bajo su esencia se dan las circunstancias. El problema se suscita cuando aparece quienes se resisten a los mismos. Para muchos, estas condiciones son consideradas “crisis”.
La universidad desde su creación ha estado asociada a “crisis”. Crisis que en su forma y fondo, no son sino reflejo de sus propios cambios, toda vez que implican reajustes de procesos académicos como factor de desarrollo, progreso material y espiritual, generación de conocimiento y construcción de ciudadanía. Estimular la búsqueda de la excelencia universitaria, compromete cambios.
Armonizar el balance funcional de la universidad, no es nada sencillo. Si bien extender el horizonte académico en pos de las mayorías constituye un objetivo de condición política, tan imbricada tarea se torna algo utópica. Sin embargo, siempre la universidad ha aprendido a valorar todo esfuerzo que conduzca a resolver problemas de toda índole.
Recomponer y cambiar lo que las coyunturas advierten como necesidades, podría convertirse en un atolladero. Podría enfrentar serias dudas y hasta cuestionamientos de quienes la agreden. Incluso, de sí misma.
Pero justamente ahí está el frenesí de la universidad. Indistintamente de tomarse en cuenta toda situación o reducto que frene su marcha como ámbito de crisis, la universidad igual se arrogará la fuerza para impulsarse entre las contingencias que se abalanzan en su camino. Es la universidad que ve venirse en lo que falta del siglo XXI.
Al margen de limitaciones presupuestarias, insidioso control gubernamental, fragmentación del proceder académico por agentes del atraso, subordinación de la investigación a intereses políticos y económicos, entre otros, sólo queda que la universidad apele a razones que nada ni nadie podrá derruir. Ni siquiera, con la violencia más desnaturalizada posible. Y será el tiempo en que la universidad active su fuerza intelectual a su máxima expresión.
Porque la Universidad no reside en su campus, sino en el pensamiento de cada miembro de su comunidad. Y con seguridad, pese a los contratiempos que surgirán a lo largo de su tránsito, sin duda que la universidad se levantará, se reanimará. Sin que tantos insultos, humillaciones, saqueos y agravios puedan deteriorar su fondo. Será otra mejor la que habrá por venir después de superar estos tiempos de incesante ultraje.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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