En el conmovido y cambiante mundo de la política, muchos son los dislates que se presumen impolutos. En medio de las obcecaciones y contradicciones que suscriben una decisión política, emergen problemas que, presuntuosamente, se asumen como objetivos a fin de acicalar realidades.
Si algo en ese contexto debe considerarse, son los problemas que ocasiona un proceso electoral. De todo orden y magnitud, más, si se trata de comicios que movilizan un país completo. Problemas de logística, rivalidad, acogida, mercado político, escrutinio, entre otros. Sobre todo, si la confrontación ocurre en terrenos políticos asediados por ideologías refutadas por ortodoxas, impositivas o engañosas.
Es precisamente, el caso Venezuela. Las elecciones del 21-N son un patético ejemplo de lo que bien o mal acontece en un contexto político polarizado. O porque el sistema político imperante es representativo de una corriente autoritaria o totalitaria. Entonces, los problemas suscitados liberan conflictos disociados de la concepción que envuelve el ejercicio de la política en su sentido más amplio. Esa situación genera inconvenientes que sacan a flote debilidades políticas no superadas. Y acumuladas.
Y eso fue lo que afectó el último y los anteriores procesos electorales que se han dado en Venezuela. Los problemas acusados, no se remiten exclusivamente a los números que cada elección arroja. La causa de la crisis política que estropea cada proceso eleccionario, debe perseguirse más a fondo. Sobre todo, cuando pareciera que todo radica en un conflicto por el espacio político que, naturalmente, debe ocuparse en provecho de un ejercicio de gobierno más aprehensivo de todo cuanto puede potenciar a su favor.
Tanto electores como partidos políticos, en lo que constituye el caso Venezuela, son responsables de cuanta degradación padecen estos procesos electorales. En medio de tan decadente relación, no hay mecanismo expedito que induzca la valoración recíproca ante los conflictos debidamente categorizados. Electores y partidos deben actuar en correspondencias con metodologías que hagan coherente la valoración necesaria. Es casi un problema que se corrige apelando al concepto de territorialidad funcional. O sea, una especie de particular conciliación entre intereses que se supeditan a la disposición espacial que favorece la disposición de trabajo político de ambos actores.
Es importante visualizar el panorama político sobre el cual todos los partidos exponen sus intereses y necesidades. Así, es posible que los electores entiendan el respeto y consideración de los partidos participantes en la justa electoral. De esa forma, se infunden valores como el respeto, y la ecuanimidad los cuales son fundamentales al momento de discernir actuaciones y valorar intenciones.
Aunque en principio, puede sonar difícil de lograr esta simbiosis tan necesaria. Sin embargo, es la razón que puede redimir aquellos atropellos y carencias de condiciones que entorpecen el ordenamiento que debe pautar un proceso electoral. Particularmente, en el plano político. No haber entendido ese modo de relación entre electores y partidos, ha llevado a que reincidan los errores antes cometidos.
Mientras metodologías de este tipo no se practiquen, Venezuela se verá entrampada en los mismos problemas que justifican seguir apegados a modelos políticos con criterios chabacanos.
El caso Venezuela, si bien se trabó en las mezquindades que despierta el manejo del poder político, igualmente se tropezó con las desventajas que configura el problema de la economía electoral. Además, empuja a acentuar el problema de la normativa pública que apenas se emplea para intimidar a quienes menos pueden resistir su fuerza.
Fue así como el régimen venezolano, se aprovechó de su capacidad de coerción para manipular los partidos políticos a los que pudo borrar sus simbologías e historias. Por consiguiente, manipuló alevosamente las relaciones de fuerza existente entre partidos de gobierno y de oposición.
Sin embargo, el régimen no descartó otras mañas que le han funcionado anteriormente. Más, cuando busca apoyo de actores políticos que se venden “al mejor postor”. La necesidad de asegurar su “triunfo electoral”, lo lleva a cometer cualquier desvarío. Esta vez, volvió a hacer uso de la vieja maniobra del arte de la guerra: “divide y vencerás”. Y fue así como pudo accionar su perversidad. O sea, la trampa que articuló todo su proceder.
El objetivo no era cumplir con el principio conmutativo de la matemática o con los criterios del Álgebra de Baldor. Sólo se interesó en imponer su fuerza política sin dejar que le arrebataran sus espacios de poder. Y para eso, se olvidó de leyes orgánicas y de la misma Constitución. Actuaría sin medir consecuencias, como en efecto lo hizo y logró su fin.
Entonces al seguir dicha fórmula impuesta, los partidos de “oposición”, creyeron que asegurarían su intencionado cometido. Haber tomado esa ruta política, imposibilitó llegar al estado de ecuanimidad esperado. Y tal como sucedió en la última elección convocada por el régimen venezolano, a pesar de las promesas que hipnotizaron al elector en los momentos previos al acto electoral, los actores políticos en juego, mareados por el astuto arreglo organizado por el régimen, volvieron a enredarse por el síndrome del error reincidente.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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En el conmovido y cambiante mundo de la política, muchos son los dislates que se presumen impolutos. En medio de las obcecaciones y contradicciones que suscriben una decisión política, emergen problemas que, presuntuosamente, se asumen como objetivos a fin de acicalar realidades.
Si algo en ese contexto debe considerarse, son los problemas que ocasiona un proceso electoral. De todo orden y magnitud, más, si se trata de comicios que movilizan un país completo. Problemas de logística, rivalidad, acogida, mercado político, escrutinio, entre otros. Sobre todo, si la confrontación ocurre en terrenos políticos asediados por ideologías refutadas por ortodoxas, impositivas o engañosas.
Es precisamente, el caso Venezuela. Las elecciones del 21-N son un patético ejemplo de lo que bien o mal acontece en un contexto político polarizado. O porque el sistema político imperante es representativo de una corriente autoritaria o totalitaria. Entonces, los problemas suscitados liberan conflictos disociados de la concepción que envuelve el ejercicio de la política en su sentido más amplio. Esa situación genera inconvenientes que sacan a flote debilidades políticas no superadas. Y acumuladas.
Y eso fue lo que afectó el último y los anteriores procesos electorales que se han dado en Venezuela. Los problemas acusados, no se remiten exclusivamente a los números que cada elección arroja. La causa de la crisis política que estropea cada proceso eleccionario, debe perseguirse más a fondo. Sobre todo, cuando pareciera que todo radica en un conflicto por el espacio político que, naturalmente, debe ocuparse en provecho de un ejercicio de gobierno más aprehensivo de todo cuanto puede potenciar a su favor.
Tanto electores como partidos políticos, en lo que constituye el caso Venezuela, son responsables de cuanta degradación padecen estos procesos electorales. En medio de tan decadente relación, no hay mecanismo expedito que induzca la valoración recíproca ante los conflictos debidamente categorizados. Electores y partidos deben actuar en correspondencias con metodologías que hagan coherente la valoración necesaria. Es casi un problema que se corrige apelando al concepto de territorialidad funcional. O sea, una especie de particular conciliación entre intereses que se supeditan a la disposición espacial que favorece la disposición de trabajo político de ambos actores.
Es importante visualizar el panorama político sobre el cual todos los partidos exponen sus intereses y necesidades. Así, es posible que los electores entiendan el respeto y consideración de los partidos participantes en la justa electoral. De esa forma, se infunden valores como el respeto, y la ecuanimidad los cuales son fundamentales al momento de discernir actuaciones y valorar intenciones.
Aunque en principio, puede sonar difícil de lograr esta simbiosis tan necesaria. Sin embargo, es la razón que puede redimir aquellos atropellos y carencias de condiciones que entorpecen el ordenamiento que debe pautar un proceso electoral. Particularmente, en el plano político. No haber entendido ese modo de relación entre electores y partidos, ha llevado a que reincidan los errores antes cometidos.
Mientras metodologías de este tipo no se practiquen, Venezuela se verá entrampada en los mismos problemas que justifican seguir apegados a modelos políticos con criterios chabacanos.
El caso Venezuela, si bien se trabó en las mezquindades que despierta el manejo del poder político, igualmente se tropezó con las desventajas que configura el problema de la economía electoral. Además, empuja a acentuar el problema de la normativa pública que apenas se emplea para intimidar a quienes menos pueden resistir su fuerza.
Fue así como el régimen venezolano, se aprovechó de su capacidad de coerción para manipular los partidos políticos a los que pudo borrar sus simbologías e historias. Por consiguiente, manipuló alevosamente las relaciones de fuerza existente entre partidos de gobierno y de oposición.
Sin embargo, el régimen no descartó otras mañas que le han funcionado anteriormente. Más, cuando busca apoyo de actores políticos que se venden “al mejor postor”. La necesidad de asegurar su “triunfo electoral”, lo lleva a cometer cualquier desvarío. Esta vez, volvió a hacer uso de la vieja maniobra del arte de la guerra: “divide y vencerás”. Y fue así como pudo accionar su perversidad. O sea, la trampa que articuló todo su proceder.
El objetivo no era cumplir con el principio conmutativo de la matemática o con los criterios del Álgebra de Baldor. Sólo se interesó en imponer su fuerza política sin dejar que le arrebataran sus espacios de poder. Y para eso, se olvidó de leyes orgánicas y de la misma Constitución. Actuaría sin medir consecuencias, como en efecto lo hizo y logró su fin.
Entonces al seguir dicha fórmula impuesta, los partidos de “oposición”, creyeron que asegurarían su intencionado cometido. Haber tomado esa ruta política, imposibilitó llegar al estado de ecuanimidad esperado. Y tal como sucedió en la última elección convocada por el régimen venezolano, a pesar de las promesas que hipnotizaron al elector en los momentos previos al acto electoral, los actores políticos en juego, mareados por el astuto arreglo organizado por el régimen, volvieron a enredarse por el síndrome del error reincidente.
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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
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