Revolutionary Road es el título de un libro escrito por el cronista y novelista norteamericano, Richard Yates, en 1961 y que fue llevado a la pantalla en 2008 por el director Sam Mendes. En estos días, vi esa película (Solo un sueño se titula para Hispanoamérica) protagonizada por Kate Winslet y Leonardo Di Caprio, juntos de nuevo después de Titanic, huelga decir que con maravillosas actuaciones.

La trama se basa en las esperanzas y aspiraciones de un matrimonio que lucha por lograr alcanzar una vida fuera de la rutina y el estándar social habitual de las familias americanas, pero tropiezan con las propias limitaciones psicológicas y condicionamientos culturales que les presionan al límite, lo que les lleva a abandonar sus sueños para convertirse en aquello que no querían ser.

Nada más ver el argumento de la novela, recordé a Betty Friedan, feminista norteamericana, autora de La mística de la feminidad publicada en 1963 y que la hiciera ganadora del Premio Pulitzer al año siguiente. Por la coincidencia de fechas, observo que Yates y Friedan estaban alineados en tiempo y concepto. Se le llamó “la era de la ansiedad” a esa época de la posguerra, donde el ideal de vida estadounidense orientado a la producción y consumo extremo generaba más frustración que felicidad y que Yates, al igual que otros autores, reflejó muy bien en sus crónicas.


El problema sin nombre


Friedan, como buena psicóloga, observó que las mujeres promedio de Estados Unidos no eran felices. Sus vidas se resumían en atender a sus maridos, tener tantos hijos como llegaran, pretender ser las perfectas amas de casa con todos los electrodomésticos modernos a la mano, ocupadas en mantener su imagen y belleza, viviendo en la casa ideal en barrios residenciales, pero con tendencia a la depresión, insomnio y migraña: “Era una inquietud extraña, una sensación de disgusto, una ansiedad que ya se sentía a mediados del siglo actual. Todas las esposas luchaban contra ella”, relata la autora en su mística de la feminidad. “Incluso cuando descansaban de noche al lado de sus maridos, se hacían, con temor, esta pregunta: ¿es esto todo?”

Las mujeres de esa época, a pesar de estar educadas y haber tenido una destacada participación laboral durante la guerra, aceptaron jugar un rol secundario para amoldarse y encajar en una estructura que dividió lo productivo para los hombres y lo reproductivo para ellas. Intentar salirse de ese guion era vivido con mucha culpa o usado en su contra, para hacerlas sentir desadaptadas y necesitadas de sedantes o ayuda psiquiátrica. Alcoholismo, suicidio, ataques de pánico, fatiga extrema, eran las respuestas psicosomáticas ante esta vivencia de indefensión y desesperanza.

Cada proceso era vivido de forma solitaria e individual, hasta que el movimiento feminista, liderado entonces por Friedan, las puso a hablar y conversar sobre esa sensación de aislamiento del mundo, haciendo que emergiera políticamente como un problema social y colectivo. Ese es el valor de la palabra compartida. Ese fue en parte el triunfo del feminismo de la tercera ola: “lo personal es político”.


Se llama desigualdad

Muchas mujeres han vivido ese vacío y hastío existencial en algún momento de sus vidas, sobre todo las que han tenido que poner en espera sus carreras y ambiciones profesionales, para intentar responder al mandato social que impone lo que una mujer debe ser y hacer, vendido bajo la categoría de “lo femenino”. Eso, o quedarse solas en la vida. Eso, o ser criticadas y excluidas. Eso, o quedarse en la nada y sin nada.

Lo que se ha documentado como reacciones irracionales propio de mujeres histéricas, como las llamó Freud, dejó por fuera del análisis el sistema cultural machista que hizo que este malestar surgiera como fenómeno. Se trata de vivir en un ecosistema donde ni los privilegios, ni los derechos están repartidos a partes iguales y donde las oportunidades para elegir ser quien se quiera ser, están severamente restringidas para las mujeres, entendidas como débiles mentales que requieren ser orientadas, obligadas, protegidas e instruidas para ocupar un único espacio vital. Para ello usan criterios naturalistas y divinos, por lo que si no los aceptas eres anormal o pecadora.

En lugar de seguir buscando etiquetas patologizadoras de lo que les pasa a las mujeres, lo que hay que hacer es comprender esta dinámica y cambiar las reglas desiguales de este perverso juego social. Hay que hacerlo pronto, además, porque la inequidad genera profundo malestar, no sólo para quienes lo viven desde el lado angosto, sino para toda la sociedad en su conjunto.

Lamentablemente hay que decirlo, aún hoy, muchas no han podido salir de ese espíritu “sesentoso”, ni se han liberado de la presión de tener que cumplir con los opresivos roles sexistas. Pero, confío en que las nuevas generaciones lo vean claro y para ello seguiremos trabajando las feministas de esta y todas las épocas por venir.

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Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.

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