Lunes. Inicia la semana, algunos con las pilas recargadas para luchar con piedras, máscaras antigas y escudos pintados. Con esos recursos, luchan por el ideal de conquistar una Venezuela mejor. Por otro lado, están los comerciantes, los empleados, la señora que cobra el ticket del estacionamiento, los vigilantes, rumbo al Centro Comercial Ciudad Tamanaco (CCCT) para comenzar su faena. En simultáneo, otros van al mismo rumbo, quizás a la hora menos adecuada (10:00 am) con ganas de unirse a la protesta o hacer vida en esos espacios. Al mismo tiempo, los GNB y PNB reciben órdenes, equipados adecuadamente con lacrimógenas, y se dirigen -con “el uso legítimo de la fuerza” a su favor- a dispersar el convocado “plantón”.
Como resultado de la llegada de los cuerpos de seguridad, algunos manifestantes salen corriendo con la aparición del primer comando antimotín. Se refugian en las inmediaciones del CCCT o del Cubo Negro, para no ser detenidos o heridos. Los comerciantes, se debaten entre subir y bajar las santamarías de sus locales o ser espectadores porque no pueden ser parte de una lucha (aunque se identifiquen con ella) porque necesitan mantener su negocio, único medio de subsistencia en un momento económico crítico. En este caso los manifestantes no sienten condescendencia de quienes no se unieron a su forma de protesta pero tampoco se plantean lo antes expuesto, únicamente aspiran que todos se unan a su lucha pues es vital.
Los vigilantes, sin poder hacer otra cosa, abren o cierran los accesos al estacionamiento para proteger a algunos de los manifestantes, mostrando su sensibilidad por ellos. El ambiente está muy tenso. Los que van llegando en sus vehículos al centro comercial, reciben miradas indolentes o gritos por parte de los manifestantes, quienes exclaman: “¿Hasta cuándo la paseadera?”. Sienten impotencia, pero no saben si esos conductores van a estacionarse para unirse a la convocatoria como en efecto pasaba.
Los que van al CCCT por un servicio (banco, restaurante, compras) de pronto corren cuando los demás corren, sin saber por qué lo hacen pero con un terror que se reconoce con solo ver la expresión corporal. Segundos después, todo vuelve a una calma aparente. El restaurante, que cierra ante la conmoción, abre nuevamente sus puertas y pone reguetón a todo volumen porque se debate entre generar algo de dinero para sostener los costos fijos o cerrar (sin lograr descifrar de qué forma se puede contribuir más) y finalmente logran sentar en sus mesas a los que segundos antes corrían.
Algunos simplemente “pescan en río revuelto”: mientras unos corren o están en sus negocios, otros aprovechan para hurtar y robar. Incluso un manifestante reportó que su moto fue robada por un GNB, quien la ingresó a las instalaciones de La Carlota.
Son dos Venezuelas que confluyen en un mismo espacio: la de la negación y la de la aceptación. Los que trabajan o subsisten aunque el país se esté cayendo, los que tratan de seguir su vida como si nada ocurriera; los que aprovechan la ocasión incluso para robar y los que se sienten que viven en un país en guerra, porque están al frente de una batalla, por demás desigual, y, por último, están los testigos, que lo único que podemos hacer es narrar lo acontecido.
Foto: Twitter cortesía El Carabobeño