Uno de los fenómenos políticos que más impactos negativos ha causado en la vida pública y en las democracias ha sido precisamente la polarización. Desde las grandes divisiones en las sociedades hasta los intentos de aplastar la disidencia interna, son consecuencias nefastas de un proceso de abordaje de la política, que no acepta posiciones intermedias o análisis reales, sino la militancia partidaria anclada en la rigurosidad argumentativa o ideológica más que en la realidad.
Muchos países de la región han vivido y viven circunstancias asociadas a la polarización que han deteriorado su institucionalidad interna y la forma de procesar adecuadamente los conflictos. Venezuela, en América Latina y el Caribe, ha sido un ejemplo más que evidente de ello.
Pero luego de más de 20 años de polarización y de división interna, la sociedad venezolana hoy día se caracteriza por una visión absolutamente desideologizada y de desconexión con los polos políticos que la caracterizaron por tanto tiempo. Más bien, ha ganado terreno el pragmatismo soportado sobre la dura realidad económica que vive su población y que ha afectado grandemente su cotidianidad. En las comunidades populares, especialmente, que fueron el blanco principal de los esquemas argumentativos e ideológicos de la polarización, se siente una clara aversión a mantener discursos divisorios o de clasificación del denominado “enemigo común”. Esta coyuntura muestra, como la gente, cansada de la rutina polarizadora, se refugia en la independencia política de partidos y líderes que mantienen argumentos similares a los de las dos últimas décadas que ya no representan, claramente, el sentir colectivo de la población y la estructura del imaginario popular.
Esta nueva caracterización de la sociedad venezolana está asociada más abiertamente a un proceso de despolarización que aún no ha encontrado suficiente eco en el liderazgo del país, por ello precisamente, la desconexión actual y las enormes dificultades para volver a encauzar al país hacia caminos electorales. Pero los pasos se están dando más desde la base que desde la dirigencia. Lo importante y rescatable de este proceso es visualizar y poner en agenda pública, todos los daños que puede causar la polarización en un país con instituciones democráticas que, aunque imperfectas, permitían procesar las diferencias en medio de la pluralidad de opciones.
El duro camino hacia la despolarización ha estado lleno de pruebas demasiado terribles para la población. Desde el colapso de la economía, los servicios públicos, la calidad de vida destruida, el odio enraizado en muchos sectores y demás, son evidencia de la necesidad de prestarle la atención debida a este fenómeno que cada día gana más terreno alrededor del mundo. Y, aunque en Venezuela, estamos saliendo de él, no significa que nos hayamos librado totalmente. En la región, cada vez se asumen posiciones políticas más cercanas a la polarización que alejada de ella. Países como Colombia, Chile, Perú, México, Argentina, Bolivia, Ecuador, entre otros, están viviendo situaciones políticas muy particulares que pueden estimular grandes polarizaciones en el cercano o mediano plazo, con impactos profundos en la convivencia democrática del continente. Ni que decir de Brasil, cuya situación interna provocada por la pandemia está en niveles de colapso, y cuya importancia para la región por sus dimensiones económicas, geográficas y demográficas, es extremadamente alta; su alineación con el selecto club de países polarizados, podría ser catastrófico para todo el hemisferio occidental.
En tal sentido, el liderazgo político continental tiene una enorme responsabilidad para desactivar uno de los huracanes sociales más amenazantes que pueda concebirse en el marco del fenómeno de la polarización. El duro camino hacia la despolarización es largo y con muchas cicatrices de por medio. Evitarlo, en muchas sociedades, es prioridad. Por lo tanto, estudiarlo a profundidad con todas sus secuelas, especialmente, en países como Venezuela, podría permitir ahorrarse el ciclo de penurias que promueve la polarización, de gran complejidad social y política.
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