Se ha dicho desde el principio de la pandemia de Covid-19 que “tal vez ahora nos tomaremos en serio el cambio climático”. Ciertamente, se puede ver la lógica detrás de este pensamiento. El terrible precio que ha cobrado la pandemia debería recordarnos la importancia de tres cosas que también son necesarias para abordar el calentamiento global: la ciencia, las políticas públicas y la cooperación internacional. Por lo tanto, deberíamos escuchar a los científicos que han estado advirtiendo durante décadas que las emisiones de gases de efecto invernadero no controladas tendrían graves consecuencias medioambientales.

El hecho de que algunas de estas consecuencias, incluidos los incendios forestales, tormentas o incluso una plaga de langostas en África, hayan aparecido dramáticamente en el mismo año que la pandemia, parece reforzar el mensaje.
Pero aunque el paralelismo entre Covid-19 y el cambio climático existe, me temo que la conexión política inferida puede ser una incongruencia.

Si algunos líderes y sus seguidores en países como EE.UU., Brasil y México, le restan importancia a la pandemia y anulan las recomendaciones de los científicos, podrían hacer lo mismo con el cambio climático. La pandemia debería recordarnos a todos que los hechos de la naturaleza no se pueden descartar y que el progreso sigue un camino basado en la ciencia.
Además, las enfermedades contagiosas y los daños ambientales son ejemplos clásicos de aquello que los economistas llaman “externalidades negativas” o efecto colateral. Son actividades que afectan a terceros sin que los responsables paguen por ellas, como las personas que tosen sin tapaboca o las que contaminan el aire con gases de efecto invernadero, y no asumen las consecuencias de sus acciones.

El esfuerzo individual de los gobiernos no será suficiente, porque la pandemia y el cambio climático son efectos colaterales globales, que exigen un alto grado de cooperación internacional, ya sea a través de la Organización Mundial de la Salud o el acuerdo climático de París. Según las Naciones Unidas, las emisiones globales tendrían que reducirse un 7,6% cada año entre 2020 y 2030. Dadas las dificultades económicas y sociales asociadas con la crisis sanitaria de este año, se ve difícil que la logremos.

Hay muchas otras conexiones más directas entre la salud y el medio ambiente. Por ejemplo, la deforestación repercute directamente sobre un aumento en el nivel de dióxido de carbono atmosférico y además obliga a los murciélagos y otros animales, que pueden ser portadores de enfermedades, a entrar en contacto con los humanos, tal como ocurrió con este coronavirus. A largo plazo, es probable que el calentamiento global lleve enfermedades tropicales transmitidas por mosquitos, como el Zika y la malaria, a latitudes más septentrionales.

Los incendios forestales en Brasil, Australia, EE. UU. y Rusia son en gran parte consecuencia del calentamiento global, enviando muchas toneladas de CO2 a la atmósfera. La materia particulada del humo de estos incendios puede afectar a los pulmones de las personas que ya son vulnerables a la Covid-19.
Además, la recesión inducida por la pandemia ha reducido la demanda de petróleo, haciendo que su precio baje a donde estaba hace cinco años, alrededor de 40 dólares el barril.

Para los países en desarrollo (y especialmente los exportadores de petróleo) que utilizan subsidios para mantener artificialmente bajo el precio de la gasolina, ahora sería un buen momento para reformar esta política y dejar que los mercados determinen el precio. Estos subsidios repercuten en el daño al medio ambiente porque incentivan un mayor consumo de combustibles fósiles, socavan la eficiencia económica y el presupuesto. Eliminando los subsidios ganamos todos, aunque siempre es políticamente difícil llevarlo a cabo.

Las cuarentenas a nivel mundial han provocado una correlación positiva entre la Covid-19 y el cambio climático. Al estar resguardados en casa, un número importante de empresas y vehículos han dejado de emitir gases de efecto invernadero, ayudando a frenar el calentamiento global. Como ya demostró la recesión entre los años 2007 al 2009, una reducción de la actividad económica significa una disminución de las emisiones de CO2. Esto es particularmente cierto en el caso de los viajes aéreos, que se han visto muy afectados por la pandemia.

Por ejemplo, para nosotros los académicos, volar a algún lugar para ver presentaciones de PowerPoint en un evento científico ha perdido algunos de sus encantos, al tener la posibilidad de verlas desde la casa. La recesión es presumiblemente temporal, pero su impacto en los viajes aéreos podría persistir. A pesar de ello, ¡la industria aeronáutica se recuperará! En lugar de rescatar a toda la industria de las aerolíneas para evitar quiebras, consolidaciones o pérdidas a largo plazo, las políticas gubernamentales deberían apuntar a reducir las emisiones de los aviones en un grado comparable al de los automóviles. Aunque algunos argumentarán que los gobiernos no pueden permitirse gastar dinero en hacer frente al calentamiento global, en un momento de alto desempleo y de endeudamiento por las nubes.

Es difícil predecir si la pandemia impulsará el apoyo a esfuerzos más agresivos para combatir el cambio climático. Las condiciones que rodean la Covid-19 no son ideales, pero las acciones rápidas y urgentes en respuesta al virus y los inspiradores ejemplos de ayuda también ilustran que la sociedad es más que capaz de actuar colectivamente ante un grave peligro. Aún hay esperanza para que la humanidad trabaje colectivamente en revertir el impacto del cambio climático.

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