El 7 de marzo cumplo años. La celebración del 2019 ya era peculiar: por la emigración de la familia, la fiesta grande de otros tiempos se redujo a los únicos familiares que quedábamos en Caracas: mi hija, mi nieto y yo. Cerca de las 7 pm apagamos la luz para prender la vela y cantar el cumpleaños. En segundos, la oscuridad fue desproporcionada. La velita se consumió, intentamos prender la luz y nada. La luz no se hizo. Tampoco por los alrededores. Tampoco más tarde. La torta fue a oscuras.
A partir de ese momento, Venezuela toda se sumió en las tinieblas aún cuando fuese de día. El apagón más grande de la historia del país y, posiblemente, del mundo había comenzado. Por los cinco días siguientes, cerca de treinta millones de personas que vivimos en este país, regresamos a la época de las cavernas con la diferencia de que estábamos cerca del 2020.
Con la caída de la luz, por supuesto, se interrumpieron los servicios que dependen de electricidad. Casi todos. Las bombas de suministro de agua, los ascensores, el metro, los dispensadores de gasolina, la refrigeración, las cocinas eléctricas, la telefonía fija y la móvil, los medios de comunicación y paro de contar. Si usted no lo vivió, no se imagina lo que fue eso. Casi como estar muertos en vida.
Un país que se hizo noche, la vida una oscurana. Se incrementó el miedo acostumbrado.
Con el pasar de las horas, por supuesto, la situación fue empeorando. Los alimentos refrigerados comenzaron a dañarse, la posibilidad de adquirir productos frescos, descartada. El agua potable a ser escasa. Las baterías de los celulares a fallar. La vida a hacerse más pequeña, el tiempo a no contar. Daba lo mismo que fuese mañana, tarde o noche o quizás, no. Las noches eran más tétricas.
Las calles empezaron a vaciarse, los comercios a no volver a subir las santamarías, los supermercados y otros expendios de comida a no poder vender. No había cómo cobrar. Un gobierno que hace rato había prácticamente eliminado el uso del efectivo y a depender de los puntos de venta, sin electricidad, la economía, ya quebrada, se hizo añicos.
Por supuesto, que sin electricidad, no había radio, no había televisión, ni internet. Cero información sobre lo que estaba sucediendo. Un gobierno que ha restringido la información oficial en condiciones normales, ahora estaba excusado por no informar. La incertidumbre que produce la desinformación aumentaba el desasosiego en la gente. Los rumores, siempre negativos, siempre catastróficos, imperaron.
El miedo se fue apoderando de la población. Del miedo se pasó al pánico, del pánico a la paralización. Pero no, no era posible paralizarse del todo, no todos. Hubiese sido el colapso y, a pesar de los pesares, en esos días, no colapsamos.
Las estrategias de sobrevivencia se activaron. Esa maravillosa capacidad humana de disponer de más recursos de los que uno cree tener, se manifestó.
En las comunidades se dieron las más diversas reacciones. Desde las más miserables al no querer compartir nada por temor a que lo poco disponible se agotara para todos, hasta hermosos gestos solidarios de compartir de lo que se dispusiera, así fuese poco.
Paradójicamente, la oscuridad nos dio alguna luz acerca de nosotros mismos.
Desde aquel marzo del 2019, las páginas de las plataformas comunicacionales venezolanas se llenaron de historias contando las peripecias de aquellos aciagos días. Aciagos días que un año después, en algunos sitios, no han pasado.
Por razones estratégicas, el centro del país, Caracas, particularmente, ha quedado, en cierta forma, protegida de los prolongados apagones, pero no del todo. Hay zonas de la ciudad, hay momentos, en que la energía eléctrica falla y los temores se encienden. El trauma de de marzo del 2019 no ha sido superado.
En la provincia de Venezuela, la situación es peor. En el occidente del país, en Maracaibo, la segunda ciudad, la más rica, la carencia frecuente de electricidad ha hecho a una de las zonas más calurosas en algo semejante al infierno.
Otras ciudades, como Mérida, Coro, Punto Fijo, Cabimas, San Cristóbal han sido condenadas al sufrimiento, no solo por la carencia de energía eléctrica sino también de gasolina y con ello, de todo tipo de insumos. Esto las ha hecho invivibles. Si el país lo es, allí es peor. Uno no entiende por qué tanto ensañamiento hacia la gente. Más cuando gran parte del electorado que eligió a este gobierno vive en esas zonas. El que le pega a su familia, termina mal.
El país que para el marzo aciago, ya venía en la oscurana política, económica, social, como la quiera ver, quedó sumido en ella hasta ahora y que como todos los malos ratos, pareciera infinito. No lo es, no lo será, pero cuando se vive en esas circunstancias, pareciera que lo es.
***
Las opiniones expresadas en esta sección son de entera responsabilidad de sus autores.
Del mismo autor: Un divo entre machos