Cuídate, hija; No me parece que pases por ahí… ; tranquila todo va a salir bien. Desde la habitación del hotel donde me hospedaba con mi compañero, la noche antes de regresar a Venezuela por la trocha, recibía por WhatsApp decenas de mensajes contradictorios.
Unos buscaban tranquilizarme y aseguraban que cruzar la frontera con Colombia por la trocha o los corredores ilegales era muy común, que fulano y mengano ya lo habían hecho y no había pasado nada. Otros, eran principalmente advertencias.
Amigos y familiares recalcaban que esos senderos son controlados por paramilitares, la guerrilla, civiles armados y mafias de funcionarios militares de ambos países involucrados en todo tipo de actividades ilegales. Repetían que ese viaje era peligroso, pero al entender que ya era una decisión tomada, nos pedían cuidarnos mucho.
El gobierno venezolano había cerrado la frontera el 22 de febrero, un día antes de que la oposición intentara ingresar la ayuda humanitaria al país desde Colombia.
Luego el gobierno colombiano hizo lo mismo para evaluar los daños tras los disturbios que se generaron el 23 de febrero, cuando un grupo de manifestantes se enfrentó a Guardias Nacionales y civiles armados en los puentes Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander para intentar, sin éxito, pasar las donaciones.
Poco antes de dormir, la angustia se reavivó al leer, desde el celular, que el periodista argentino Marcos Salgado, corresponsal de la agencia de noticias alemana Ruptly, estuvo desaparecido ocho horas en una trocha y le habían robado la cámara.
Horas antes, el contacto con el que pasaríamos hacia nuestro país nos había pedido darle nuestros nombres y también una descripción general de qué llevábamos en los bolsos: laptops, teléfonos, la cámara del fotógrafo. La información era, según nos dijeron, para reportar a quienes manejan la zona. Dudamos y confiamos al mismo tiempo.
La Parada
Antes de las 8 de la mañana hora Cúcuta, llegamos el martes 26 de febrero con nuestro taxista de confianza al barrio La Parada del departamento Norte de Santander (Colombia), donde al menos cinco personas nos abordaron insistentemente para ofrecer llevarnos a San Antonio del Táchira. Quien nos esperaba nos identificó de inmediato y una seña fue suficiente para apartarnos del bululú. Él no estaba solo:
—¿Quién me cancela?—, preguntó sin mayores presentaciones minutos antes de que le entregáramos el efectivo.
En total éramos un grupo de cuatro periodistas, dos mujeres y dos hombres. La tarifa: 25 mil pesos colombianos cada uno, equivalentes a unos nueve dólares. En ese momento, el líder del negocio guardó 50 mil pesos en el bolsillo y le entregó el resto a Manuel, nuestro guía, quien cargó en su espalda dos de nuestros bolsos como si ninguno le pesara.
—Me cuidas a los muchachos— le ordenó antes de despedirnos.
El trayecto por el camino de tierra comenzó al entrar a una calle paralela al puente Internacional Simón Bolívar. No habíamos avanzado mucho cuando tras una colina se asomó un guardia colombiano armado y advirtió que por ahí no había paso y nos ordenó irnos. Sentí tensión. Regresamos por donde vinimos y tomamos otra ruta.
Ahí se unió a nosotros un valenciano que había ido a Colombia solo a comprar inhaladores para el asma de su esposa. No llevaba equipaje, solo una bolsita plástica azul con el medicamento. Se quejaba que al cruzar desde Venezuela había tenido que pagar un “peaje” de 5 mil pesos y que ahora le habían dicho que tenía que cancelar el doble.
Radio, un chivo y la alcabala
La primera parte del trayecto implicó caminar por un terreno arado, irregular, que se hizo aún más tedioso por el calor. Luego conectamos con un sendero de tierra y después otro donde fue imposible pasar sin meter los pies en el barro. También tocó hacer equilibrio entre las piedras del río Táchira, aunque otros viajeros que encontramos en el camino se resignaban a meter media pierna en el agua, eso porque el cauce era bajo.
En un punto donde el camino se dividía en dos, un hombre con un radio en la mano explicaba a una mujer que no podía pasar por esa zona. Luego tocó pasar por unos matorrales donde pastaba un chivo blanco con manchas negras mientras un señor con varios termos de repente comenzó a vender café.

También caminamos sobre cloacas donde, para mejor comodidad, habían instalado una seguidillas de cauchos viejos rellenos de piedras.
Mucho más cerca de nuestro destino el terreno ya era plano y teníamos más compañía; mis nervios se habían disipado un poco. Gente que iba y venía. De repente apareció un hombre con una nevera atada a la espalda con una cuerda y más allá otro que llevaba de la misma forma un box de cama matrimonial.
—Levántense la camisa para que no los regañen— dijo en voz alta un hombre flaco y moreno que pasó a nuestro lado en sentido contrario.
Mi amiga y yo nos miramos de inmediato. Manuel, el trochero, volteó como presintiendo nuestra mini alarma y aclaró: “Ustedes no”. Los hombres, sin embargo, si se tenían que levantar la franela, eso para demostrar que a simple vista no llevaban armas.
Parada en una esquina, cerca de una casa a medio construir, una mujer nos contó con la mirada. Finalmente nos aproximábamos a la “alcabala” de los paracos. Un amigo que había cruzado el día anterior me había dado algunas recomendaciones: no verlos ni hablar si no te preguntaban nada. Dos hombres estaban sentados en sillas de plástico blancas en medio del camino de tierra y uno de pie junto a ellos. Al guía le pidieron orillarse.
—Los pasajeros sigan— dijo uno de ellos. Respiramos.
El resto del camino fue más rápido. Al llegar a lo que ya era San Antonio del Táchira, donde Manuel comenzó a despedirse, se habían cumplido los 30 minutos que nos dijeron tardaríamos en cruzar de un país a otro, aunque nunca supimos exactamente cuál fue el primer paso en suelo venezolano.
Manuel nos dejó en la puerta de uno de los taxis estacionados detrás de unas casas. Le agradecimos. Una vez en el carro, prendimos los celulares, recuperamos señal, pudimos avisar que estábamos bien.
—Ya pasamos— fue el primer mensaje que le envíe a mi mamá.
Luego de pasar territorio donde conviven grupos irregulares y armados, el narcotráfico, el contrabando y miles de personas que necesitan pasar por el límite fronterizo, y a varias horas de espera para llegar a Caracas, los temores eran otros, a los que ya estábamos acostumbrados.
Fotos: Iván Ernesto Reyes – @IvanEReyes