Pasó un año desde que la pandemia del coronavirus llegó a territorio venezolano y Caracas luce diferente. Por sus calles se ven un sinfín de tapabocas de materiales y colores tan diversos como las personas que los usan. Hay nuevos rituales, nuevos ritmos.

A un año de que el Ejecutivo nacional informara sobre los primeros contagiados con el virus SARS-CoV-2 en Venezuela, hay quienes siguen de manera estricta las medidas de bioseguridad para evitar enfermarse: usan mascarilla, protector facial, guardan la distancia, llevan guantes y se aplican antibacterial.

“Con la llegada de la nueva cepa (brasileña) la gente ha buscado cuidarse más y he tenido más ventas», dice Karla Mercado que el jueves 8 de abril estaba junto a su hija en la plaza Brión de Chacaíto, vendiendo protectores faciales. El país suma 170.189 casos confirmados de coronavirus y 1.705 muertes por COVID-19.

Pero en las aceras de la capital del país también se observan hombres y mujeres con las narices descubiertas. Personas que se bajan el tapabocas para comer algo en la calle, fumar o hablar por teléfono. Entonces lo llevan arruchado en el cuello, colgando de una oreja, en la mano o en un bolsillo, con la intención de usarlo solo si así se lo exigen.

Los contrastes continúan. El tráfico en las principales vías que atraviesan la ciudad, como la avenida Libertador, la Francisco de Miranda e incluso la autopista Francisco Fajardo, se redujo significativamente respecto a años anteriores, en especial en las semanas en las que se decreta cuarentena radical por coronavirus. La escasez de gasolina subsidiada y los altos costos del combustible a 50 centavos de dólar el litro han tenido su impacto.

El lunes 5 de abril, Luis, que es transportista de una compañía que envasa alimentos, hizo dos horas de cola para surtirse de diesel. Lo describe como un tiempo corto. Sin embargo, la penúltima vez, llegó a la fila a las 12:00 de la noche y logró echar combustible a las 11:00 am del día siguiente. Más de 10 horas; tuvo que dormir en el camión.

La experiencia se repite para otros conductores particulares y del transporte público.

Mientras tanto, en las paradas de los autobuses cientos de personas esperan y esperan por un vehículo que los traslade de sus hogares a sus lugares de trabajo y viceversa. Esto tras haber hecho otra fila en los escasos cajeros que funcionan en la ciudad y que a diario solo permiten hacer retiros de máximo 500.000 bolívares, cuando un pasaje cuesta entre Bs. 300.000 y 400.000.

La comerciante Karla Mercado gastaba el equivalente a dos dólares diarios para trasladarse desde La Guaira, en el estado Vargas, hasta Caracas y luego de regreso para vender su mercancía. “No nos daba por eso decidimos mudarnos”, cuenta a Efecto Cocuyo y agrega que la recibió una amiga en el sector de Los Dos Caminos, en el municipio Sucre.

Entre semana, la fila de usuarios para ingresar al Metro de Caracas se alarga y acorta dependiendo de si es de mañana, tarde o noche. De acuerdo a cada estación, sus empleados son más o menos estrictos en verificar que se cumplan las medidas de bioseguridad: uso del tapabocas y guantes.

Pero además, en semanas de cuarentena radical, al sistema de transporte solo pueden entrar trabajadores de los sectores priorizados, establecidos en el decreto de alarma nacional por el COVID-19.

COVID-19

Aún en estas circunstancias, en el subterráneo es un reto guardar la distancia física recomendada de al menos un metro. La aglomeración de los pasajeros en los andenes y vagones, también se debe a los retrasos que puedan presentar los trenes.

De vuelta en la superficie, en las autopistas, vías principales y calles residenciales se ve zigzaguear a motorizados con bolsos cuadrados como maletero, con el apremio de llegar a su destino y entregar los pedidos: quizá comida, quizá un equipo médico, quizá un celular.

Los servicios a domicilio se dispararon así como las empresas en esa área, que ahora exhiben sus publicidades por todos lados, incluyendo los postes de luz en distintas zonas de los municipios Chacao, Baruta y El Hatillo.

En la ciudad también se propagaron en el último año los bodegones con productos importados.

También hay caraqueños que decidieron desempolvar o adquirir bicicletas para algo más que hacer ejercicio. Se les ve pedalear por la avenida Universidad, la avenida Francisco de Miranda, entre otras.

Sonidos nuevos se cuelan entre los tradicionales. Un camión con perifoneo recorría la mañana de este jueves 8 de abril el centro de la ciudad. Una voz alertaba a la ciudadanía que debían cuidarse, al tiempo que informaba sobre el número de casos de coronavirus que se han detectado los últimos días.

El bullicio de la gente que no ha dejado de salir a las calles en zonas populares como Catia, en el municipio Libertador, y Petare, en el municipio Sucre, contrasta con los silencios en las escuelas y universidades, porque los alumnos aún no regresan y se mantienen las clases mo presenciales.

Los niños y niñas están en sus casas y, a veces, se les ve en los parques infantiles como los instalados en la Plaza El Cristo de Petare o en Chacaíto, municipio Libertador; usan sus tapabocas de diseños de princesas, flores, carritos o superhéroes.

El sonido de los espray de desinfectante también comienza a hacerse cotidiano. En las entradas de los centros comerciales, tiendas y otros establecimientos los empleados reciben a los usuarios y clientes apuntándolos con dos objetos: un atomizador para aplicar antibacterial y un termómetro infrarrojo, para descartar la fiebre. La monotonía de rociar, medir, rociar, medir, rociar, medir.

En los alrededores de la plaza El Venezolano, por La Hoyada, los vendedores ambulantes miran de un lado a otro atentos a que aparece un o una policía para retirarlos de la zona.

En una de esas tantas esquina estaba Andrea Villalobos, de 18 años. Sostiene un catálogo con fotos y busca potenciales clientes para ofrecerle servicios de recreación para fiestas infantiles. «Tenemos que venir a trabajar porque de aquí es que salen las contrataciones”.

Aclara que asisten “con todas las medidas de bioseguridad y a cualquier parte de Caracas». Ella, junto a otros jóvenes, recibieron capacitación del Instituto Nacional de Prevención, Salud y Seguridad Laboral.

Varias plazas de la ciudad son cercadas con cintas amarillas o cuerdas para restringir la circulación de personas. Las santamarías de algunos negocios abren y cierran de acuerdo a la presencia o ausencia de autoridades.

Credit: Mairet Chourio

De nuevo en Chacaíto, Karla Mercado espera quedarse dando vueltas hasta las 5:00 pm: «A esa hora, hay gente todavía. La gente sale a trabajar porque si no te mata el virus lo hace el hambre en tu casa».

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