Fenómeno Guaidó

Como en muchas situaciones en la vida de las personas, los pueblos también operan por oposición a lo que tienen y ya conocen de sobra. De hecho, políticos que sirvieron para etapas determinadas, como el Churchill  exitoso de la Segunda Guerra Mundial, no los eligen después para la paz, por solo ofrecer un ejemplo. Con la masificación de la información, cuando ahora cualquiera tiene el mundo entero en un teléfono inteligente, estas operaciones de cambios radicales de símbolos se dan en muy poco tiempo. Esto es lo que ha ocurrido con el presidente de la Asamblea Nacional, a quien desde que irrumpió en escena lo llamo así:  ” el fenómeno Guaidó “, porque en efecto creo que lo es.

La seriedad de Caldera en su primer gobierno (1969-1974), y su parsimonia académica y jurídica, engendró su contrario: el eléctrico Pérez, dando saltos sobre charcos, moviendo los brazos como aspas, en un derroche de energía. A aquel líder de la socialdemocracia internacional lo sucedió un campechano de Acarigua, culto y bien formado, lento y criollísimo: Luis Herrera Campíns (1979-1984). Ante la disyuntiva del electorado de volver a la sindéresis Caldera o arriesgarse con un médico ultra simpático, optó por el doctor Lusinchi (1984-1989), que era “como tú”. Durante su gobierno, cuando los precios del petróleo se vinieron al suelo, la gente compró la oferta de regresar al paraíso perdido de la Venezuela Saudita: Pérez II (1989-1993). Y luego, en las elecciones de 1993, el electorado se dividió en cuatro partes casi iguales, lo que significa que no operó el Ying y el Yang al que vengo aludiendo. En esta ecuación ganó por pocos votos el ya entonces viejo Chamán de la tribu: Caldera II (1994-1999), que ofrecía poner orden en el desbarajuste.

Al Sénex Caldera lo sucedió exactamente su contrario: un joven e intrépido de formación militar que ofrecía venganza por todos los oprobios del pasado desde los tiempos de Páez, que había intentado llegar por las armas al poder, y que ahora intentaba la vía electoral de la mano de Luis Miquilena. Traía en su oferta lo que había estado ausente durante 40 años de democracia liberal representativa: el caudillo militar de izquierda y la canalización de una emoción humanísima: el resentimiento, y esa alegría inconfesable que nos produce ver a nuestros adversarios en desgracia.

Aunque era imposible que Rosales venciera a Chávez en el 2006 en medio del festín de Baltasar de los precios del petróleo, lo cierto es que simbólicamente Rosales no era su antónimo. Sí lo fue Capriles en el 2012 frente a Chávez, pero Capriles encarnaba un arquetipo curioso: el joven con gorrita de pelotero y chaqueta que enfrentaba al hombre rudo de armas, asistido por una gestión exitosa como alcalde y gobernador. Pero Chávez era el dueño de la palabra y Capriles no, tenía que enfrentar al toro por otro lado y lo hizo muy bien. Mejoró el desempeño frente a Maduro en el 2013 y desde el punto de vista simbólico lo venció. Maduro en estos terrenos del símbolo no ha tenido vida propia: es un émulo de Chávez. Ni siquiera ha tratado de dibujar su propio perfil.

La gente suele creer que estas antinomias vencedoras de las que vengo hablando pueden construirse en un laboratorio, y eso es imposible. Surgen o no se dan. En el fenómeno Guaidó obró el azar. Me explico: el jefe de su partido es López, preso injustamente desde hace 5 años; el segundo es Vecchio, en el exilio desde hace rato; el tercero es Guevara, asilado en la embajada de Chile; el cuarto es Smolansky, en el exilio también; Guaidó estaba de quinto en la línea de mando junto con Juan Andrés Mejía. Por donde se le vea, no le tocaba ser figura principal en mucho tiempo, pero la historia juega estos dados algunas veces.

El antónimo perfecto

Sin hacer esfuerzo alguno y sin necesidad de asesores, Guaidó es el antónimo perfecto de Chávez y Maduro. Es preciso, no habla ni una palabra de más, no divaga. No se le ve el ego por ningún lado. A quienes se les advierte el ego es porque éste está allí, reclamando lo suyo desde el dolor, el miedo, las viejas humillaciones, la envidia y toda la batería de las bajas pasiones que tanto ensombrecen la personalidad. En las palabras de Guaidó pesan más sus palabras positivas que las que usa para criticar al adversario, que también lo hace. Su discurso se apoya más en el presente y el futuro que en el pasado; el discurso de Chávez y Maduro apela al pasado siempre, y cuando se habla del futuro se dibuja una utopía, algo inalcanzable: un sueño. Así es el socialismo.

Ni que hubieran hecho un casting entre los líderes de la oposición convocado por expertos comunicacionales, habrían hallado un antónimo del chavismo tan exacto como este muchacho de 35 años, de La Guaira, venezolano hasta los tuétanos, que interpreta su papel sin ínfulas y que ha calzado como anillo al dedo en el imaginario del venezolano.

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